Capítulo Uno
Pete
El mar está siendo inusualmente azotado por el viento; un mar turbulento, con el ferry emergiendo del agua para, segundos más tarde, volverse a desplomar haciendo que todos nos tambaleemos con él. Puedo ver a lo que el piloto se enfrenta durante unos breves instantes, soportando el creciente embate del Atlántico a estribor, cambiando de dirección gradualmente, de manera que la mayor parte de nuestro viaje transcurre a lo largo de la costa norteafricana, dirigiéndonos directamente hacia las olas más pequeñas mientras avanzamos hacia Tánger.
Probablemente hará sol una vez que lleguemos a tierra, igual que lo hacía en España, aunque hay niebla por toda la línea costera, y a duras penas puedo distinguir las olas rompiendo contra las rocas en Sidi Menhari, o quizás sean mis lágrimas, que me obligan a limpiarme los ojos y la cara con el brazo. Llorar es una incongruencia para un hombre de mi condición, todos mis regresos a casa se ven arruinados del mismo modo.
Y ahora, cuando comienzo a vislumbrar a través de la niebla las formas orientales, los minaretes, los edificios, y un castillo en la cima de una colina, me hago consciente de que he regresado. En la distancia, un Imán llama a los fieles a la oración, y comienzo a percibir olores, buenos y malos, algunos deliciosos, otros misteriosos.
Lo último que recuerdo de esta tierra es besar el rostro de un chaval que me quiso, que me apreció, y por un instante, me siento feliz.
En estos y otros muchos pensamientos similares se debatía Pete, había cruzado desde Tarifa, en la provincia de Cádiz, sólo treinta y cinco minutos de rápido Ferry separaban Oriente de Occidente, dos culturas y modos de vida radicalmente diferentes. Aunque Marruecos estaba cambiando, y Pete pensó que su cultura estaba siendo una víctima enfermiza de Occidente, de una guerra por conseguir la hegemonía mundial, de la globalización…Pero todo esto ya no le importaba un comino, cualquier lugar al que fuera estaba podrido, no la gente, la auténtica gente, sino aquellos payasos que fingían representarles.
Pasó por la aduana, pero su pasaporte ya había sido sellado a bordo, durante el viaje. Cuando salió de los edificios portuarios a la brillante luz del sol, los guías oficiales, muchos de ellos vestidos con chilabas amarillas y fez rojo brillante con borla dorada, ofrecían sus “tours Ali Babá” de la ciudad y sus alrededores. Su eslogan era “trabajamos para el gobierno”. A Pete le asombraba lo ingenua que era la gente.
Se abrió camino a través de una falange de guías, de conductores que sacudían letreros ofreciendo sus servicios, y de una flotilla de taxis, luego giró hacia el embarcadero comercial para pasar entre los muchos camiones articulados aparcados allí, bajando hacia una improvisada cafetería de aspecto destartalado que se encontraba al final del muelle. Se sentó allí y pidió comida, quedándose medio dormido, con un ojo abierto y el otro cerrado frente al sol, y frente al mundo; los rechazaba, pero seguía receloso y vigilante como un mastín. Los sonidos cercanos le llegaban, reales pero amortiguados, y los más lejanos los percibía como un leve murmullo flotante en el letárgico calor del día.
Podía captar la rutina del barco que llegaba, para momentos después marcharse, y de los trabajadores que lentamente transitaban alrededor de él, y que probablemente tendrían unos salarios miserables…
De pronto, una lancha motora, inusualmente grande, giró para entrar en su más inmediata zona de muelles y, apagando el motor, se deslizó hacia un embarcadero con escalones que conducían hacia el muelle. Cuatro tripulantes la dirigían silenciosamente, usando bicheros para tirar y anclarla, mientras un quinto hombre recogía sus pertenencias y se preparaba para desembarcar.
El hombre salió del barco de un salto, y al aterrizar, su rodilla pareció fallarle, obligándole a tirarse al suelo de lado, para evitar un impacto que le habría causado más dolor, logrando incorporarse de nuevo como un atleta; antes de que nadie pudiera reaccionar, había recuperado su postura y su semblante, como si nada hubiera pasado, se colgó el petate al hombro y se alejó rápidamente, pero fijándose uno bien, podía darse cuenta de que caminaba con una ligera cojera.
La comida llegó, una hogaza redonda de pan bereber sin levadura y chamuscada, y un plato hondo desportillado lleno de humeante sémola y garbanzos. Pete dejó el periódico que había estado leyendo a su lado, en el banco donde estaba sentado.
––Bismillah[1].
––Shukran––. Le dio las gracias al camarero educadamente, inclinando la cabeza, y partió el pan.
Hacía un día de calor africano, realmente abrasador. Pete aceptaba el sofocante sol semi-sahariano como lo hacen los lugareños. Era la voluntad de Alá, como también lo eran el polvo, la suciedad… la interminable atención que dispensan las moscas, y los mocosos de cuatro o cinco años que alargan sus pequeñas manos con picardía, y que te maldicen alegremente, si te niegas a darles dinero, o si les dices que se larguen. El hecho de que le hubieran acabado de servir una apetitosa comida, digna de un rey, en aquella cafetería-chabola del muelle, que apenas parecía existir, también daba la impresión de ser obra de la divina providencia.
La lancha desde la que aquel hombre había saltado, hacía rato que había desaparecido, en la resplandeciente neblina que cubría la bahía, dando la impresión de que partía en dirección a la costa española y la cercana Tarifa, pero fue entonces cuando giró bruscamente en redondo, dejando atrás una gran estela de sal y espuma, y puso rumbo a Sidi Menhari, en la costa marroquí. Aquella era una magnífica lancha motora, equipada con cuatro grandes motores fueraborda. Pete no era un experto, pero doscientos caballos de potencia por motor le parecían mucha velocidad para salir a pescar. Los jóvenes que la tripulaban, eran quizás policías, militares, o incluso contrabandistas, pero con toda seguridad no eran sencillos trabajadores.
Esta parte del puerto donde se encontraba Pete, estaba llena de camiones, y muchos de sus conductores permanecían sentados en aquella chabola, comiendo cuscús y tajines. Había allí alemanes y españoles, franceses y hombres llegados de toda Europa y del norte de África, que llevaban o traían sus cargas, comerciando con el vasto continente africano.
Pete se puso en pie y se estiró. Había comenzado la tarde, y era buen momento para dar un paseo, que le ayudase a hacer la digestión. Miró hacia la cuesta que llevaba a la Kasbah, salió del puerto, y se dirigió hacia la oscura sombra del arco árabe, que daba entrada al zoco. El arco también acogía varias pequeñas tiendas bajo su clemente sombra; algunas vendían Halwa, los tradicionales dulces marroquíes de almendras, y otras vendían Caliente, una sabrosa comida salada parecida al pan, y servida en una gran bandeja redonda. Pete tras subir la colina, también se protegió del sol abrasador, bajo aquella arcada; desde ahí la carretera se dividía, subiendo hacia la izquierda por delante de la mezquita Moulay Ibrahim, hacia el Zoco Chico; y hacia la derecha, serpenteando por una estrecha y laberíntica carretera, bajo otros arcos más pequeños.
Allí en el zoco, hacía muchos años, Pete había ido a un bar, o tetería, tras haber salido del hospital, debilitado, confuso, y perdido, pero con sus emociones a flor de piel. Se había sentado allí, entre jaulas de canarios que colgaban de las blancas paredes, y que rodeaban aquel bar. Y completamente exhausto, sintiendo el gorjeo de aquellos pájaros, y la suave brisa que corría en dirección al zoco, entró en una especie de trance que le ayudó a aliviar su espíritu atormentado; poco después, el camarero se fijó en su presencia, y se le acercó tras una discusión que había surgido en el interior del bar; olía fuertemente a marihuana, llevaba una larga chilaba roja, que le cubría su pequeño cuerpo delgado (parecía un personaje sacado del cuadro de Repin “Cosacos Zaporogos escribiendo una carta al Sultán”, astuto, malvado, y con ojos que se movían rápidos como los de un pájaro)
––¿Qué quieres, amigo mío? –– simplemente miró a Pete. Como no recibió respuesta, se fijó en la expresión de sus ojos, y en su rostro demacrado. ––Te traeré chai, chai nana[2]––.
Envió a un niño a buscar seis pedazos de Halva y los colocó para él en un pequeño plato de latón.
Cuando Pete despertó mucho más tarde, sentado allí entre los pájaros, aquel hombre, Abdul, todavía seguía allí, observándole, y le condujo a una pensión cercana. Se habían negado a aceptarle el pago del chai de esa mañana, y desde entonces cada vez que volvía por allí, se negaban a cobrarle. Habían pasado los años, pero como siempre tras su llegada, al salir del puerto volvía a aquel bar, sin nisiquiera pensarlo, de manera automática. Nadie le daba la bienvenida, él solo llegaba y se sentaba, entonces ellos le servían chai y, poco a poco, los hombres comenzaban a saludarle, estrechándole la mano. Él no era uno más del barrio, era un forastero, pero deseaba hacer algo bueno por ellos, algo que fuera auténtico. Se había pasado la vida ayudando a la gente, que una y otra vez acababa engañándole, y él lo toleraba, hasta la obviedad, hasta llegar a sentir arcadas de asco… Había otros lugares donde le hubiera gustado ayudar más que allí, pero ahora estaba precisamente ahí. Su pequeño granito de arena podía ser un comienzo para este pueblo, y quien sabe, tal vez Alá, él es quien manda aquí, le mostraría qué hacer.
Esta vez, fue como las anteriores, solo que muchos años después. El interior del bar estaba lleno de hombres, de quienes oía sus ruidosas conversaciones. Entró a echar un vistazo, y le miraron, fría e inquisitivamente; él frunció el ceño, pero ni una sola cara le resultaba conocida. Todos los asientos estaban ocupados, menos la silla donde el dueño se sentaba habitualmente, regresó, y se sentó contra la blanca pared, en el mismo lugar en que otras veces se había sentado.
Alguien cuyo rostro le era muy familiar, se agachó mirándole. ––Hola, mi amigo, te ves bien. ¿Dónde has estado tanto tiempo?–– Pete se incorporó, como para saludarle, pero aquel hombre, le silenció con un gesto. ––Están planeando algo.
Según la experiencia de Pete, Abdul tenía tendencia a hablar con cautela, a dramatizar todo. Tenía cierto aire cómico de villano, así que Pete, sin poder evitarlo, siempre se entretenía hablando con él.
––Más nos vale estar aquí, con los pájaros. Esta gente… no son del barrio––. Se inclinó susurrando. ––Son de tráfico––. Los años no le habían cambiado.
––¿Te refieres a que son policías?
Abdul se rió, resoplando, con complicidad, y mostrando su único diente.
–No, no la policía, nunca la policía. Gente de tráfico, de drogas ––susurró con presura. ––Están esperando a alguien, alguien grande y peligroso. Más vale no mirar cuando esta persona llegue. Desvía la cabeza, no mires.
Así que Pete se dispuso a mirar hacia otro lado, como hacían Abdul y los otros que se sentaban allí afuera, con pretendida atención hacia los canarios, en el momento en que un grupo de hombres fornidos accedían al bar; pero Pete se fijaba disimuladamente por el rabillo del ojo.
––¿Qué es esto, Abdul? Es ridículo, dijo Pete. No voy a seguirte el juego, no se trata del rey, ni nada por el estilo. ¡Abdul! Mírame, para ya––. Abdul miró alrededor, despacio y sonrió avergonzadamente. ––Vale, tienes razón. Monté una película en mi cabeza, pero toda la gente aquí hace eso. No son hombres buenos.
Justo en ese momento, llegó un último hombre, se acercó hacia ellos, en el bar. Era esbelto, vestía informalmente, con una sudadera de diseño, vaqueros, y unas zapatillas Nike. Les sonrió.
––Salaam Aleikum, la bas alek[3] ––dijo mientras se ponía la palma de la mano sobre el corazón, para luego subirla a la frente, y luego enviarla a los cielos, a Alá.
––Aleikum salaam, Alhamdulillah ––le respondieron al unísono.
––Alhamdullah––. El hombre completó el saludo. Luego entró en el café. Abdul miró a Pete con resignación y se encogió de hombros.
––Ese, amigo mío, era el hombre que no quería que vieras. Es como Shaitan, como Satanás.
––Ya le he visto antes ––replicó Pete. –– La leve cojera le había recordado al hombre que saltó del barco unas horas antes.
Mientras subían caminando la colina, atravesando el Zoco Chico, la noche empezó a caer, y el fuerte lamento discordante de los muecines comenzó a resonar, aumentando la velocidad, de un modo que recordaba a los tocadiscos de los años veinte. La calle estaba abarrotada, y la llamada a la oración, no había tenido ningún efecto en la incesante actividad de aquella colmena. Esquivaron motocicletas y carretillas, incluso una pequeña furgoneta, que sin contemplaciones, atravesó las tiendas a toda velocidad, segura de que la multitud de peatones se apartaría de algún modo. Abdul se echó a un lado, mecánicamente, mientras saludaba a los dueños de las tiendas, que permanecían en sus puestos, preparados para abalanzarse sobre cualquier turista que pasara por allí. Pete hizo todo lo posible, por evitar los intentos de Abdul de presentarle a la calle entera. Respiró tras regresar al Zoco Grande, donde subió a un pequeño taxi que le llevó al Hotel Wadi al Quibir.
Abdul le estrechó la mano, al llegar, al otro lado de la calle del hotel. Como siempre, parecía poco dispuesto a acercarse demasiado a la entrada. ¿Le disgustaba ser visto con un extranjero? Pete presentía que quizás a él mismo, le vieran como a un hombre de aspecto sospechoso. Abdul, a decir verdad, también encajaba con dicho perfil. No obstante, más adelante supo que Abdul era primo lejano del portero jefe del hotel.
Tras los salaams para todo el mundo, Pete subió a su habitación en la que habitualmente se alojaba, era grande, luminosa, y asomaba a la piscina, con una escalera metálica que bajaba directamente a la misma. Era un edificio antiguo, y disfrutaba del encanto de un hotel típico de la zona y de la época, tanto la recepción como un enorme salón de muros originales, sofás, y alfombras aún intactos. Los botones iban uniformados con pantalones y camisas amarillas, con un fez rojo colocado informalmente sobre sus cabezas; daba la impresión de que hubieran salido de una película, ambientada en la época colonial.
Las puertas francesas del salón, se mantenían abiertas, para que los huéspedes pudieran salir y disfrutar del fresco de la noche, sentarse en sus mesas apreciando la brisa, que soplaba desde la vieja piscina, y los jardines, disfrutando el aroma que desprendían sus jazmines. El césped y los parterres de flores, estaban primorosamente cuidados por un viejo jardinero, recordaban los tiempos de las visitas de los sultanes. Sus nietos venían a menudo a jugar en la piscina, mientras Pete se tumbaba a leer sobre la hierba. Eran vivarachos, pero respetuosos, como lo eran la mayoría de los chavalines que de vez en cuando tenía oportunidad de conocer en aquel lugar, oir a aquellos pequeños era un placer para sus oídos y le hacían muy agradable su estancia allí.
Pete se tumbó boca abajo, sobre la gran cama, con sus brazos estirados en cruz, escuchando tan sólo el leve zumbido de la actividad de las calles de abajo. Los olores a madreselva y azahar, propios de Marruecos, le llegaban desde los jardines con la refrescante brisa nocturna. En ese instante se sintió ilusionado, pensando que, había vuelto.
Durante un día se paseó despreocupadamente por la ciudad antigua, comprando baratijas, y sólo tras regatear durante horas los precios. A veces se marchaba de una tienda, y volvía un par de horas más tarde para hacerles una oferta ligeramente más alta, y así hacerle ver al dependiente que no tenía prisa, y que compraría, pero a un precio justo.
El dueño de una tienda, con insolencia, y con una sonrisa burlona, le dijo: ––Señor, ya no está disponible, sin darle más explicaciones. Pete agachó la cabeza con gesto humilde y dijo ––Es la voluntad de Alá, démosle gracias y alabanzas.
El dueño de la tienda se quedó asombrado por su gesto y su respuesta, tan atípica para un occidental. Entonces el vendedor frunció el ceño pensativamente, cambió la expresión de su rostro, y tartamudeó: ––Oh, lo siento mucho. Hay un error––. Le gritó palabras en árabe a su asombrado ayudante. ––Ahmed, ¿por qué me dijiste que las piedras Gnaua, las de la cuerda, habían sido vendidas, bobo?
y mirando a Pete, dijo en francés: ––C’est pas le couteau le plus afile du tiroir[4].
Ahmed les miraba, con una expresión de total asombro. Varios segundos más tarde, pareció entender y se marchó apresurado, pero regresó con unas zapatillas. El dueño de la tienda, incrédulo, empezó a chillar y a pegarle en la cabeza con las zapatillas, mientras desaparecían en la trastienda…
––Perdóneme, su Excelencia ––le aduló el arrepentido y sometido Ahmed al regresar nuevamente, Pete estaba ahora sentado cómodamente, disfrutando de un vaso de chai nana, que había aparecido milagrosamente, para su disfrute, mientras esperaba pacientemente. ––Inshallah, ––gimoteó, ––las piedras estarán por aquí –– hacía como si rebuscara, cuando de pronto las piedras aparecieron y le fueron presentadas, Pete las inspeccionó bien, para asegurarse de que fueran las mismas que había visto antes. El dueño de la tienda le confirmó:
–-Sí, amigo mío, son las piedras sobre las que acordamos el precio, en dos mil dirhams.
––¡Yo te ofrecí cincuenta dirhams! Y tú me pediste mil novecientos, dijiste que Gnaua son muy raras ahora, no como en los años sesenta, y en ese momento me marché a atender asuntos más urgentes, a pesar de tus ofertas para seguir negociando el precio. Y ahora he vuelto, y me siento inclinado a pagarte cien dírhams por las piedras, aún cuando me parece un precio elevado.
–-Haré algo especial para ti, amigo mío, ya que has sido visitante y amigo de la ciudad durante tantos años. Ahmed, dame las piedras. Toma, cógelas, y estas zapatillas de auténtico cuero hechas a mano para tu comodidad, y dame solo mil dirhams. Tendré una pelea con mis hermanos por esto, pero lo haré por ti.
El dueño de la tienda entonces salió a la calle, pero Ahmed entraba y salía. Podía oírles; decían algo sobre el “jamal”, su palabra para camello, él sabía su significado, sonrió para sí, y a duras penas pudo oír al dueño decir: ––Bueno, ¿el camello va a soltar la pasta o no?
En España, Pete era “el guiri”, o “el pájaro” aquí era el “jamal”. Se puso en pie, despacio. ––Muchas gracias por vuestra hospitalidad, tengo asuntos más urgentes y debo marcharme.
––No, no, por favor. Dime tu precio final.
––No, en serio, hay personas esperándome, para firmar un documento. Realmente debo marcharme.
––Vale, vale, dame quinientos dirhams.
––Te daré trescientos, incluyendo las zapatillas.
Pete hizo ademán de marcharse sin decir palabra.
––Vale, vale, dame la mano. Trescientos dirhams. Me estás arruinando.
Así pues, finalmente, “el camello” resultó ser “un camello duro de roer.”
Esperó en silencio, hasta que le tendieron las piedras, luego las zapatillas, que le fueron presentadas con mucho encogimiento de hombros y con patente resignación.
Bajó caminando por el callejón, con sus nuevas adquisiciones en una bolsa negra de plástico, mientras pensaba en voz alta: ––Apuesto a que me han timado de todos modos. Probablemente podría haberles ganado la mano con sólo cien dirhams; y ahora seguro que se están frotando las manos, riéndose de buena gana, el dueño y ese tal Ahmed. Aaah, Ahmed, al final todos son “jamal”.
Mientras salía de Tánger, intentó ignorar las habilidades de conductor de Abdelkader, que sorteaba el tráfico en la hora punta de la mañana. Ansioso por comenzar su viaje, se dejaba llevar de la magia de Marruecos, como un navegante sin rumbo, sin un plan preconcebido. Solo quería viajar, observar, y parar cuando sintiera la necesidad de comer, de dormir, o de estar con otras personas.
Así, en un viejo y vapuleado taxi Mercedes, conducido por Abdelkader, otro primo de Abdul, se dirigió hacia el norte, pasando por California y el palacio del rey, luego atravesó los ancestrales pinos de Smillet. Allí, la vieja carretera colonial de Sidi Masmouti se unía a la carretera nueva. A su derecha tenía el Atlántico, y asomando en la distancia, la inconfundible silueta nostálgica del antiguo imperio: Gibraltar, la Roca. Las señales de la carretera en árabe y europeo anunciaban la inminente aparición del faro de Cabo Espartel, y las cuevas de Hércules. Repentinamente, el vehículo se detuvo, y Abdelkader comenzó a gesticular, y a hablar en árabe. Pete pudo entender, a pesar de su oxidado conocimiento del dialecto local, que el viento había sacado de la carretera a otro vehículo de tres ruedas, y que había quedado atascado en la cuneta, no obstante se bajó del taxi, para comprobar con sus propios ojos lo que Abdelkader había explicado, Pete seguía prometiendose a sí mismo, que iría a clases de árabe durante un mes en Fez, como signo de respeto hacia su pueblo. Se dirigió en ese momento hacia el coche accidentado, que se encontraba en una enorme boca de tormenta, e intentó ayudar a salir al asombrado y posiblemente conmocionado conductor; mientras tanto, Abdelkader seguía gritando, en ocasiones al teléfono, y otras veces a ellos.
El hombre, preguntó confuso, por qué estaba Abdelkader tan enfadado; después de todo, era él quien había sufrido el accidente. Miró a Pete directamente a la cara, mientras arrugaba la suya, y le preguntó
––¿Es que está loco?
––Tal vez, cuando iba con él en su taxi, le escuché rechinando los dientes con fuerza.
––¿Quién sabe? Puede que un perro le haya mordido, a lo mejor su mujer le ha echado de casa ––se burló el hombre.
En ese momento, vieron llegar una ambulancia de bastante buen aspecto; y de la que bajaron dos eficientes y uniformados sanitarios. Abdelkader preguntó, fijándose en el conductor accidentado
––¿Por qué se está riendo?
––Quizás sea el shock ––bromeó Pete
A las afueras de Asilah, Abdelkader redujo la velocidad y aparcó. Cogió su alfombrilla para hacer su oración, y la extendió sobre el pavimento junto al coche, se inclinó de rodillas en posición mahometana, y comenzó sus plegarias. Los aromas de carne cocinándose, de pan recién hecho, de especias, y de nana,⁵ le hicieron sentir en ese instante un hambre atroz. Su olfato le condujo hasta un extremo de la plaza, donde la gente estaba sentada de manera dispersa, alrededor de varias mesas, junto a las paredes de los descuidados parterres de flores. Un lugareño se acercó; una de las maravillas de Marruecos es que siempre hay un guía multilingüe donde quiera que vayas, hay que pagarles, pero la inversión merece la pen, se acercan por todas partes, salen de entre la multitud, ó de los callejones, y se pegan como sanguijuelas a los clientes que eligen.
––Hola, yo te traduciré. –– Dijo aquel guía. Pete le ignoró.
––Compra el cordero en la carnicería. Pide que te lo piquen una vez, solo una vez, no más. ¡Y ahora dame un euro, sólo uno!
––No eres muy tímido, ¿verdad? Más rápido que un rumano tocando el acordeón. Dan tres acordes y ya te sacan el sombrero.
Pete entró en la carnicería. El hombre que permanecía tras el mostrador le ignoró, así que el nuevo amigo de Pete, pidió en árabe. Pete prefirió ocultar su conocimiento del idioma.
Se volvió a Pete y le dijo: ––Un kilo he pedido, ¿vale? Y no soy rumano. Soy marroquí.
––Claro.
Siguieron más palabras en árabe, muy guturales, casi agresivas, ––¿Va todo bien? ––preguntó Pete.
––Sí, bien. Yo le digo que eres viejo amigo, para que no nos engañe.
––¿Entonces la próxima vez que venga sólo, me engañará? Es bueno saberlo.
––No, no. Él recuerda tu cara. Siempre te dará lo bueno ahora. Tienes suerte. Yo te doy suerte.
Humo y aromas variados, emanaban desde un improvisado mostrador, situado al aire libre; tras el cual algunas bandejas dejaban ver brasas ardientes. El chef, era un anciano con turbante que, se encargaba de las múltiples brochetas, cargadas con howli[5], que dibujaban nubes de humo y chispas, cada vez que les daba la vuelta, recolocandolas en su lado más crudo, sobre los carbones encendidos.
––Ten cuidado. Observa sus manos, que no cambie una carne por otra.
El chef tal vez lo escuchó, porque emitió una larga retahíla en gutural Darija, uno de los dialectos locales de la lengua árabe, con ojos bastante furiosos y sacudiendo un puñado de brochetas, y menos mal que estaba cocinando, de otro modo, ya estaría escupiendo.
––¿Qué? Preguntó
––Solo te está preguntando si quieres kefta. No todo el mundo quiere kefta; algunos toman kebabs. Ahora que, para los pasteles kefta, podemos ir a comprarlos a la panadería. Por favor no te preocupes del aspecto que tienen, este hombre está limpio, y todos los gérmenes desaparecen en el fuego.
En la localidad de Lamalai, un antiguo fuerte español, Pete hizo que su conductor girara a la derecha, atravesando el antiguo puerto y bajando hacia la plaza española, que estaba junto al mar, hacia el zoco, y la medina.
Poco antes había estado tumbado en el asiento de la improvisada cocina al aire libre, con los kebabs y el pan bereber junto a él, y allí se había sentido culpable, triste, y agotado, sin pedirlo, sin buscarlo, como solía sucederle.
Ahora, al llegar a la plaza, Abdelkader, y otros que se encontraban allí, tuvieron que llevarle, casi en volandas, a pesar de que había intentado caminar lo mejor que pudo. Muchos brazos tuvieron que ayudarle para mantenerse erguido. Siempre le impresionaba ver cómo la brutalidad, que en aquel lugar era tan frecuente, podía convertirse de repente, en delicadeza y amabilidad. Pero quizás fuera sólo porque era un extraño, y además extranjero. Tal idea cruzó su desconcertada mente y acabó por desecharla; aquellos demonios siempre estaban presentes. ¿Cuándo volvería a ser capaz de aceptar todas estas cosas, sin hacer juicios? La amabilidad, y las cosas buenas, al menos, dejando de cuestionar los motivos, los porqués, de todo. Pasó trastabillando por la medina, el grupo que le llevaba apenas evitaba los puestos que vendían fruta, carne, y pescado.
––Latifa –dijo, hablando como en sueños. ––Latifa.
––Sí, sí, Latifa––. Ellos la conocían. ––Latifa, Latifa ––coreaban y reían, con tono chillón. Pero, de qué se reían, Pete no tenía ni idea.
Se detuvieron, formando una curiosa estampa, un grupo de alterados y revoltosos hombres, sosteniendo al que parecía un gigante borracho entre ellos.
Preguntaron por ella en el quiosco; allí la conocían y un niño sabía donde estaba la puerta de su casa, entonces otros niños guiaron al grupo, con Pete que se balanceaba en el centro del grupo, sin ver, sin oír, y sólo consciente de la oscura nebulosa que cubría sus ojos. Algunos de los niños le tiraban de los brazos, otros que estaban delante, habían llegado ya a la casa, y llamaban a una puerta.
Allí apareció Latifa, que dijo que lo subieran al piso de arriba.
Al cabo de un buen rato, pudo darse cuenta de dónde estaba. Aquella mujer le trajo té, y le tapó con una manta. Poco a poco, la neblina que oscurecía sus ojos comenzó a disiparse, y la tristeza se desvaneció, pero dejó su lugar a la angustia, y a la preocupación, ya que como le había sucedido en otras ocasiones, acababa por perder el control de la situación.
Capítulo Dos
Malak
Pete, apoyado sobre la pared del pequeño salón de la casa, sostuvo su humeante vaso de té, con firmeza, para calentar sus doloridas manos. El olor a menta le resultaba embriagador, cada vez que acercaba sus labios y sorbía de aquella dulce infusión. Se encontraba en la mejor y más prominente sala, de aquella diminuta casa, que tenía bancos a lo largo de todo su contorno, y que estaban cubiertos por brillantes telas. La única mesa, del tipo que suelen vender a los turistas en la medina, era un bruñido plato de metal dorado, que descansaba sobre una enclenque estructura de madera. La gente de estos lares, se enorgullecía del tamaño, y del lujo de las salas de té que tenían en sus propios hogares. La suya era muy humilde, y sabía que era afortunada de tenerla.
Su bebé, había estado llorando durante largo rato, y Pete con poca gracia, hizo vanos intentos para entretenerla. Era una hembra; lo sabía, porque vestía de rosa y como todos saben, los niños visten de azul y las niñas de rosa… pero “¿incluso allí, en lo más profundo del Islam?” Por un instante se lo preguntó. Intentó darle un trozo de pan bereber, que había arrancado de la gran hogaza redonda. Pero la pequeña gritó y lloró aún más fuerte, así que terminó por rendirse. De tanto gritar se le había encendido la cara, y pensó que quizás le parecía un monstruo a la pequeña, y que si seguía gritando, los vecinos acudirían corriendo, para lincharle.
La mujer cogió a la bebé y, atándose un gran pañuelo al cuello, la puso dentro, y la suspendió tumbadita en su envoltura, como si fuera una hamaca. Los gritos cesaron, y se convirtieron en gorjeos de risa. Pete la observó con frialdad, aquellos enternecedores gritos de la niña no le conmovían, tampoco le irritaban, se sentía tranquilo. Conocía bien a aquella mujer, y confiaba en ella; era amable y tenía buenas intenciones, su casa estaba impecablemente limpia, no obstante era fría y con muchas corrientes de aire, que amortiguaban con un solitario fuego, que les proporcionaba algo de alegría, además de calor.
Mientras ella cocinaba en su minúscula cocina, que tenía un solo fuego, sobre una histórica hornilla de gas, la bebé seguía balanceándose sujeta a su cuello, ella le hablaba sin cesar en su propio dialecto, Pete no le prestaba atención; no entendía nada de lo que ella decía, nunca la había entendido. Ella no había cambiado, se comunicaba con él cuando era necesario, por medio de gestos, de tirones, o de empujones.
La mujer había sido su amiga desde hacía muchos años, cuando él ahuyentó al hombre que le había estado molestando, en Tánger, y la había llevado a su piso, ya que supo al ver su destartalada maleta, que no tendría ningún sitio a donde ir.
Su nombre era Latifa, y se convirtió para él, en una esclava voluntaria, que permaneció con él durante varios meses, hasta que dejó de vivir allí. Desde que amanecía hasta que se ponía el sol, ella cocinaba, limpiaba, se ocupaba de todo, y le seguía por toda la casa. Él dejaba dirhams sobre la mesa de la cocina y, después de almorzar, el cambio y las facturas, aparecían allí, como esperando a que él las comprobara. Nunca lo hizo, ya que nunca le importó. Pero entonces, un día él se marchó, dejándola con algo de dinero, y entre amigos. Latifa se sintió rota, él nunca había yacido con ella, nunca la había deseado, y ella nunca había sido para él, más que una chica que necesitaba un amigo. A lo largo de los años, él siempre le había enviado dinero, desde donde quiera que estuviese, y ella siempre le hacía saber dónde se encontraba.
Pete a veces soñaba con vivir en la selva, o en algún desierto, sobreviviendo, del modo que se le daba tan bien, pero sabía que la soledad le caería encima como una pesada losa, y habría necesitado a alguien, que le acompañara cada vez que llegara la oscuridad de la noche. No pedía mucho, sólo una mujer, como las que siempre había amado. Extrañamente, solo había amado a mujeres rusas, sabía que estaba hecho para amar, para cuidar de alguna mujer, y que pertenecía a ese prototipo tradicional de hombre, que no sentía deseos de ir con los tiempos, aunque era consciente de que los tiempos ahora habían cambiado, y que algún día tendría que adaptarse, de que el extraño, el que no encajaba, era él mismo. Pero de momento Pete, no conseguía adaptarse a la nueva mujer occidental, a sus manías, a su arrogancia, a sus rasgos masculinos. Había llegado a ver cómo en España, las otrora pisoteadas “Marías”, ejercían ahora su ansiada venganza sobre sus homólogos masculinos, tras largos años de abusos, de crueldad y de infidelidades.
Pete, un forastero, hijo de una cultura más evolucionada y estructurada, con ideales de juego limpio y buenos modales, se quedó asombrado, al descubrir que su compañera española, había llegado a odiarle, simplemente por el hecho de ser un hombre. Fruto de aquella mentalidad, ella y muchas de sus iguales, habían llegado a convertir a los hombres en una especie de presa.
Se acabaron los días de cortejo pasivo, ahora ellas eran las depredadoras. Primero seleccionaban, y después destruían, egos y espíritus. Había llegado a la conclusión de que, por supuesto, todo aquello era fruto de un plan diseñado, y conducente a una nueva etapa, en la que se derribarían todas las barreras previas, los tabús, erigidos concienzudamente por nuestros antepasados, para proteger nuestras sociedades, comenzando por el mundo occidental, dirigiendo a los dóciles consumidores, y llegando a subyugar a toda la humanidad a las voluntades insensibles de los súper cerebros. No hacía falta ser un genio para darse cuenta, y Pete lo percibía, pero pensaba que la mayoría de la gente en occidente, estaba ciega o hipnotizada y no se daba cuenta.
Ella le tiró del brazo, y abrió los ojos, pero se sentía muy adormilado. La fuente de barro, estaba llena hasta el borde, de sémola cocida con cordero tierno, con verduras, y garbanzos. Le pasó una cuchara, y empezó a comer directamente del plato, como era costumbre en Marruecos. La bebé estaba sobre el suelo alfombrado, junto a una niña de unos cinco, o seis años, y que debía haber entrado en la casa cuando estaba dormido. Mientras comía, advirtió sus hermosas facciones, y su largo y espeso cabello. A pesar de ir vestida con harapos viejos, y de que su rostro y sus manos estuviesen ennegrecidas de suciedad, la niña era preciosa; mientras entretenía a la bebé, echó un vistazo a la comida, y aunque desvió su mirada, sus ojos volvieron a pasearse por el rebosante plato de cuscús. Luego giró su barbilla bruscamente, con un gesto de autocontrol, para mirar hacia otro lado. Pete pensó que la pobre corderilla estaba muerta de hambre, pero al mismo tiempo era orgullosa, una golfilla increíble, de sólo cinco años, con muchas agallas.
––¿Cómo se llama? ––preguntó él, señalando a la niña.
––Malak ––replicó Latifa. ––Su madre trabaja, así que ella y su hermana se pasan todo el día en la calle.
––¿Y qué problema hay con el colegio?
––No tienen dinero.
Entonces Latifa le dijo a la niña algo sobre Pete, ella se giró y le miró. Sus dientes eran blancos y perfectos. Su inesperada sonrisa le sorprendió, aunque su rostro totalmente inexpresivo, debía haber sido su única arma de defensa contra la negligencia y la maldad, que con seguridad había tenido que afrontar en su vida.
––Dale cuscús. Dijo Pete.
––No, ella tomará lo que nos sobre.
Él se dirigió hacia la otra habitación. cogió un plato y un tenedor, le sirvió un buen montón de sémola, y le dió pan y una Coca-Cola, colocando el enorme plato de comida delante de la niña, que se abalanzó sobre ella, como un lobezno, usando sus manos para devorarla ansiosamente.
––¡Malak! ––regañó él con tono de voz alto, ella levantó la mirada, pero continuó comiendo. ––Dile que pare, le indicó a Latifa, que habló bruscamente con la niña, que al fin dejó de comer, mirando a Pete. ––Dice que lo siente, explicó Latifa.
––No tiene nada por lo que disculparse. Solo dile que me haría feliz si usara el tenedor.
Latifa volvió a hablar con ella y la pequeña le escuchó atenta, y humildemente. Luego se rió, con una risotada de sentida alegría, al tiempo que se volvía para mirarle. Pete, pillado por sorpresa, le devolvió la sonrisa, sin poder evitarlo. Se comió el resto de la comida con el cubierto, no sin dificultad, y dirigiendo a Pete alguna mirada ocasional, al tiempo que reía suavemente. Él estaba embelesado con ella, con su belleza, su orgullo y su saber, le resultaban impresionantes en aquella pequeña, que siempre había vivido en absoluta pobreza, Y, por supuesto, se daba cuenta de que la niña, de algún modo, era consciente de su poder como futura mujer, y de que sabría cómo usar sus encantos, llegado el momento oportuno. Pete pensaba, que ella era consciente, instintiva o intuitivamente, de que él era el tipo de hombre que amaba a los niños y de que consideraba sagrado su derecho a ser verdaderamente niños. Por supuesto, también cabía la posibilidad de que Malak pensara, que los forasteros eran sólo la orilla más verde de su río particular.
––Latifa, la niña está de sucia, que da asco. Seguramente también esté llena de piojos y de pulgas ––musitó.
––Viven en una cueva, su madre gana dinero para comer, sólo cien euros al mes, y ahora el padre ha vuelto a dejarla embarazada.
Pete metió la cabeza entre sus manos. En realidad no podía ayudar mucho; sólo podría endulzarle un poco la vida a la niña y, aún más a sí mismo. Ya no era capaz de hacerse cargo de los problemas de los demás, no hacía mucho que había vuelto de las puertas de la muerte; se sentía débil, física y psíquica ó emocionalmente, y no podía con sus propios problemas.
––Mientras duermo, llévala al Hamman. Toma unos dirhams, para que la laven bien, y le corten el pelo. Ah, y cómprale un vestido, y ropa interior. No, mejor dos vestidos y varios paquetes de bragas.
––¿Y qué pasa con su hermana, Murdiyyah? Ella también está sucia y tiene once años.
Él sabía lo que se le venía encima. Latifa tenía buen corazón y, para ella, Pete era rico, como todos los forasteros. Cada vez que Pete ayudaba a alguna persona a la que ella protegía, bajo su empobrecida ala, todo se convertía en una historia interminable. Él se preguntaba si en realidad la gente, al percibir la sensibilidad del alma de Latifa, a menudo confundía amabilidad con estupidez, y le tomaban el pelo. Pero cuando se lo decía, ella le recriminaba a gritos, por su desconfianza, y su extremada cautela.
––¿No lo ves? ¿No lo entiendes? Alá, Alá lo ve todo.
Él terminó por darse cuenta de que, para una persona desfavorecida, en un país sin seguridad social, como era aquel, la vida, la mera supervivencia, era una lucha continua, y sin las personas como Latifa, moriría mucha más gente todavía.
––Está bien, llévatela a ella también––le dijo a Latifa, refiriéndose ahora a Murdiyyah, al tiempo que hacía una mueca . ––Y por favor déjame dormir ahora.
Se despertó más tarde, con el sonido de los niños jugando en la calle. Y pensó en las guerras, cómo era posible que la gente pudiera, sabiendo que siempre hay niños jugando en las mismas calles y plazoletas, hacer guerras, descargando toda su orientada destrucción, que necesariamente lanzaban sobre ellos.
Se dirigió a la ciudad, donde escuchó a niños de catorce o quince años, que hablaban en una plaza junto al puerto. Eran solo niños, pero curiosamente se encontraban mezclados: golfillos y chicos bien vestidos, y todos hablaban maravillosamente bien; parecían estar muy unidos. Predicaban paz y amor, contra el mal uso de la tecnología.
Mucha gente se había sentado a escucharles, y Pete se sentó con ellos, fascinado, preguntándose quiénes eran. Había también niños de otras edades, algunos de ellos vagabundos sin hogar.
Fue entonces, cuando llegaron corriendo varios policías uniformados, y los niños salieron huyendo. Un hombre, presumiblemente un agente de paisano, había cogido por el tobillo a uno de los oradores. Estaban justo al lado de donde Pete se había sentado. El chico, de unos catorce o quince años, se esforzaba por escapar y gritaba; el hombre le daba puñetazos con saña, intentando presumiblemente golpearle en la zona de la entrepierna. Pete, le propinó una patada tras acercarse a él por detrás, en el mismo sitio en que el hombre había intentado dejar lisiado a aquel pobre chaval. Aulló y se dobló de dolor, liberando inmediatamente al chico. El joven se giró mientras huía, tras pensarlo por un momento, y sonrió agradecido, animando a Pete a que huyera con él, pero Pete estaba cansado, así que bajó rápidamente algunos escalones y se ocultó entre la multitud, como solía hacer siempre. Un día o dos más tarde, seguía acordándose de aquellos niños, y sonreía para sí cuando lo hacía.
Pero ahora también podía oír el mar que en la lejanía rompía contra las rocas, justo debajo de la Kasbah, el sonido le llegaba a través del alto ventanuco de su habitación. Pudo también notar el salitre en el aire y el olor a pescado, así que salió de la casa y bajó caminando hacia donde acababan de llegar los barcos pesqueros, allí donde los pescadores estaban vendiendo sus capturas. Todavía lucía el sol, pero una bruma marina había descendido sobre el puerto y la zona de la playa, dándole un aire de misterio, casi como de lugar encantado. Aquel ambiente mágico, desaparecía por el ruido que causaban los regateos de los comerciantes, en sus transacciones de compraventa. El pescado se vendía bien, especialmente las piezas más grandes. Mientras paseaba por allí, los hombres le gritaban, en árabe o en español, y sacudían los peces, los pulpos, y las redes llenas de gambas, allí mismo, delante de él. Pete sonreía, y les daba las gracias, negando con la cabeza. Si Latifa hubiera estado allí, habrían comprado dos o tres buenas piezas de pescado, para llevárselas a casa. Ya fuese lenguado, quizás rape, o mero, el inevitable mero español, para cocinarlo a la brasa. Sintió en aquel momento que la vida no era tan mala, y ahora, volvía a sentir hambre.
Vio una familia que llegaba para comprar pescado. Era una mujer con dos niñas, y con un bebé en brazos. Conforme se acercaban, se dió cuenta de que era Latifa con la bebé, junto a dos lindas niñas, con pañuelos de seda, y primorosamente vestidas al modo tradicional, que se acercaron a él, alegres, pero él no las reconoció, y quedó sorprendido cuando la mayor le besó en las mejillas, solo entonces, se percató de quienes eran, también Malak corrió hacia él, lanzándole los brazos al cuello para darle otro beso en la mejilla. Pete la sujetó con sus brazos estirados, sintiéndose emocionado, con un nudo en la garganta. Por un instante imaginó que aquella podría ser su familia: su mujer, su bebé, y sus dos hermosas hijas. Todos los pescadores que les rodeaban, se les quedaron mirando, riendo mientras decían “schuina schuina”, y en verdad, sí que eran hermosas. Pete se quedó mirando a Malak embelesado.
––Eres tan encantadora, Malak, eres preciosa.
Ella no le entendió, pero sabía lo que había dicho, y corrió de vuelta hacia Latifa, sintiéndose algo cohibida, pero contenta. Latifa tomó a Pete del brazo, mientras señalaba: ––¿Pescado?
Pete asintió, y comenzaron a regatear, echó un vistazo alrededor y vio a Murdiyyah, la niña mayor, que se había quedado con la bebé, y le sonrió.
––Hola, Murdiyyah.
––Hola.
Murdiyyah le devolvió la sonrisa. Junto a Malak, jugaban con la pequeña bebé, Pete se sintió pleno y feliz. Pensaba que no merecía formar parte de aquel entrañable momento. Pero, ¿por qué no? Simplemente, porque su baja autoestima se lo impedía. Aunque imaginó en su interior: “No, idiota, sí que podrías, si hicieras lo que te dijo el loquero, y te tomaras las pastillas”. Luego reflexionó si podría haber alguna razón por la que se lo mereciera. “No es nada, solo un par de niñas. Me metí la mano en el bolsillo, para arreglarlas durante unos días, y ahora siento que son ya mías. Pero son mías, tanto como lo puedan ser de cualquier otro, para quererlas, aunque sea desde lejos. Vamos a ver, si llegara esa hora, siento que no me importaría morir por ellas, si eso las mantuviera a salvo y felices. A partir de este momento me encargaré de ellas, tratando de ser alguien especial que signifique algo importante en sus vidas. Ya me siento mejor, y mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. Y tú ya estás endulzando estos momentos para mí, pequeña Malak. Veré hasta donde puedo llegar, para mejorar la situación de los tuyos, a pesar de la enormidad de la tarea que se agolpa en mi cabeza, y antes de que todo esto, pueda empezar a ahogarme de nuevo”.
En aquel momento llegó un grupo de hombres bien vestidos, eran altos y fornidos, y hablaban en voz baja. Uno de ellos se adelantó y se detuvo a comprar pescado. Otro de ellos le indicó qué comprar, parecía como si los demás le estuviesen rodeando para protegerle. A Pete le pareció muy extraño. Les siguió con la mirada, mientras se dirigían hacia un restaurante cercano, donde presumiblemente les cocinarían el pescado que acababan de comprar. Al llegar al mismo, y por un breve instante, se separaron disponiéndose a entrar, dejando ver claramente a aquel hombre que habían estado rodeando, y entonces Pete sonrió, al notar la ligera cojera que le aquejaba.
Capítulo Tres
El Maestro
Siempre comíamos en una sólida y robusta mesa de madera, larga, rectangular, y hecha de resistente teca, con gruesas y cuadradas patas y una especie de soporte triangular por debajo, que le confería la estabilidad. Era tan pesada, que incluso mi padre tenía que hacer grandes esfuerzos para poder levantar uno sólo de sus extremos y muchas veces no lo conseguia, nosotros le retabamos, hasta que una vez harto de que se lo pidiéramos, desistió de seguir intentándolo más.
Mi hermano Saúl, mi hermana Tanamart, mi madre Kella, y mi padre Afra, son mi familia. Mi nombre es Masuhun, o Moon, y aunque no me gusta mi apodo, no consigo librarme de él. El origen de mi familia es muy antiguo, nuestros antepasados bereberes llegaron de la costa norteafricana, de algún lugar en Argelia. Y somos cristianos. Yo soy la oveja negra de la familia, ya que me he convertido recientemente en cristiano-musulmán. Abracé el Islam hace solo unas semanas. El Imán me dijo que no les preocupaba que yo fuera cristiano, puede que haya muchas incongruencias entre estas dos religiones, pero yo solo quiero estar cerca de mis compatriotas, y qué mejor modo de entenderles que abrazando también su religión. Sólo espero que mis compañeros católicos romanos no me excomulguen. Me gusta el nuevo Papa, el Papa Francisco, que parece estar muy lejos de los presumidos con sotana, así que no estoy demasiado preocupado por el camino que he seguido. La Madre guiará también sus decisiones.
Amé a Tintziri, desde el día que la ví, llegó para ayudar en nuestra casa, era bereber y hermosa. Ahora estaba aquí, traía una gran olla sopera con la harira: la rica y humeante sopa de tomate, con garbanzos, lentejas, y otros muchos ingredientes. Recuerdo que Saúl aplaudió con alegre excitación, y Tanamart soltó una risita, mientras se servía la hirviente sopa, siempre se estaba riendo. Tintziri era una pariente lejana, que procedía de una remota región feudal de Argelia. Ella suscitaba en mí muchas sensaciones, sin llegar a darse cuenta, por supuesto, y no podía quitármela de la cabeza, lo que me llevaba a pensar que se acercaba la hora en que tendría que buscarme una esposa.
La primera vez que la vi, yo estaba sentado en el porche, fuera de la casa, y ella tenía sus ojos fijos en mí, aunque su mirada estaba algo perdida, como si estuviera esperando a que pasara algo. Estaba junto al cristal de la ventana de la cocina, pero no miraba dentro. Iba vestida con una extraña e inusual chilaba de apagados colores terrosos, con una especie de capucha escalonada en la parte más baja de su cabeza. Estaba espectacularmente guapa, con un toque infantil que no obstante despertó al hombre que había en mí de un modo inesperado. Me apresuré a ocultar torpemente mi turbación, presintiendo todo el tiempo que había detectado mi excitación y que eso la divertía, pero al volver a mirar su rostro, no descubrí una sonrisa, sino una expresión de confusión.
––¿Qui-quién eres tú? ––tartamudeé, pero ella no respondió. Entonces, mi madre salió y la vio. Se detuvo delante de ella, y permaneció así, de pie, durante unos instantes.
––¿Tintziri?
En ese momento fue como si un velo se hubiera levantado. Su sonrisa parecía complacida, pero sus ojos aún seguían cuestionando, con aspecto entre esperanzado, y dubitativo. Cuando mi madre la abrazó, me pregunté si Tintziri y yo estaríamos destinados a estar juntos, ya que, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo, algo me impulsaba a besarla, a quererla para mí
––Siempre está muerto de hambre, y siempre está comiendo, él es así, mírale.––me dijo Tanamart mientras observaba a Saúl, todo el día se estaba moviendo, nunca paraba, bullicioso y abiertamente entusiasta, pero siempre educado con las personas mayores. La mayoría de los niños cristiano-bereberes de buena familia eran así; algo bueno tenía que tener nuestra cultura. Pero también eran así los niños musulmanes de familias decentes, que eran enseñados a ser temerosos de Alá.
––Fátima no le quiere en la cocina ––dijo nuestra madre. ––le quiere, pero creo que le tiene un poco de miedo, desde que empezó a gruñir, a cacarear, imitando a animales. Piensa que está poseído o algo así.
––Probablemente lo esté ––dijo Tanamart.––sueña con que le encierre en la cocina con toda la comida
Tanamart era una chica sana, la más alta de la familia con quince años, tres menos que yo, y tenía el carácter más alegre que he visto nunca en una niña.
––¿Qué te reconcome hoy, Masuhun? Estás muy callado–– me preguntó mi padre.
Estabamos muy unidos, siempre en sintonía el uno con el otro. Yo pensé que no había hecho nada distinto a cualquier otro día y que tampoco habían cambiado mis expresiones habituales, aunque verdaderamente estaba actuando, y su pregunta me enseñó lo mal que advertimos nuestro impacto en los demás.
––Bueno, es el colegio en el que estoy enseñando.
Todos se quedaron callados, temerosos de que mi madre volviera a ponerse furiosa. No le había gustado mi decisión de hacerme musulmán y, para rematar, que hubiera comenzado a trabajar como maestro en una escuela islámica. Me sorprende que no me echara de casa. De todas formas, yo era solo maestro de inglés; los Imanes, nunca me habrían permitido que enseñara otra cosa, y por ahora era suficiente.
––Sí ––respondió mi padre. ––¿Cómo lo llevas?
––Me encanta. Los niños son muy diferentes a los que tengo aquí en la escuela católica, son agradecidos. Es como si les estuviera haciendo a cada uno de ellos un gran favor personal. Le ponen mucho interés y tienen hambre de conocimiento.
––¿Entonces por qué estás tan abatido? ––replicó mi padre.––Normalmente estás lleno de alegría, contándonos todo tipo de historias, antes ni siquiera de que tengamos oportunidad de preguntarte.
––Hay una niña pequeña, que se sienta junto a la verja del colegio y se queda ahí mirando entre los barrotes. En mis dos días de trabajo siempre la veo ahí, así que imagino que va también los demás días de colegio y que es ésta su opción de poder asistir de alguna manera. Así que le he preguntado al portero, y al jardinero, que me han dicho que es de familia pobre, gente baja. Debe tener unos cinco o seis años, me intenté acercar a ella lo más que pude, pero salió corriendo, como una cierva asustada al escuchar un ruido..
––¿Cómo es? ––intervino mi hermano Saúl, interesándose por el tema.
––Tiene un rostro hermoso. Es como un ángel cuando sonríe, y de hecho, le hace justicia su nombre. Una alumna le dio un lápiz a través de los barrotes del colegio, y ella le sonrió cálidamente, ya sabéis, que a veces la gente ríe pero no lo hace de verdad. Bueno, pues ella sí.
––Cuéntanos más, Masuhun. Por favor, cuéntanos más––volvió a pedir mi hermano.
––Bueno, está un poco sucia, su cara, sus manos, y hasta sus pies están negros de mugre, y viste con harapos.
––¿Entonces es una Cenicienta? ––Saúl arrugó la nariz. ––Apostaría a que tiene dos hermanas feas.
––Hay cientos de niños así, que corretean por todas partes. Nosotros no les vemos porque vivimos en una zona más protegida. Hay barrios grandes que nunca hemos visto––dijo mi hermana Tanamart, que se enfadaba con esas cosas, solía decir que nunca viviría en este país cuando se hiciera mayor.––Y si no eres amigo o primo de alguien, no tienes ninguna oportunidad. Los ricos se sientan ahí, y nos cuentan a nosotros y a todo el mundo lo buenos musulmanes que son.
––¿Hay algo que podamos hacer por ella, Masuhun?––Mi madre no quería que yo fuera musulmán ni que enseñara en ese colegio, pero le gustaba ser caritativa, probablemente más por mantener las apariencias, pero era muy firme y decidida en esto.
––Todavía no lo sé, madre. Hablé con uno de los ancianos que enseñan y me dijo que me mantuviera alejado. Al parecer el padre es un borracho maltratador y…
––Más tarde, Masuhun––mi madre me interrumpió––más tarde.
Yo pillé la indirecta, ella disfrutaba cortando los comentarios inapropiados.
––No delante de los niños ––canturreó Tanamart, que protestaba así la censura.––Venga, oigámoslo todo sobre este paternal maltratador.
––Ya es suficiente, Tanamart, gracias.–– La autoridad de mi padre era definitiva.
––Tiene una hermana también guapa. No sé si tendrá alguna hermana fea, Saúl, pero tiene una que es casi tan hermosa como ella. Una noche ví que vino a buscarla.
––¿A Cenicienta?
––No, Saúl. Se llama Malak, que en árabe significa ángel.
––Bueno, creo que es un disfraz. Ella es Cenicienta.
––¿Y qué más descubriste sobre Malak? ––preguntó mi madre, mientras encendía el incienso para ahuyentar a las moscas y mosquitos.
––Nada, en realidad. Me duele, e incluso me enfurece pensar que la niña esté en estas circunstancias, por un padre tirano con problemas de alcoholismo, que al parecer, no hace nada para arreglar la situación.
––Y nadie puede decirle que su comportamiento es inapropiado, porque la ley de este país dice que es el rey de su casa, eso es así y ya está ––ladró mi padre. ––Aunque luego, en lo que respecta a enfrentarse a las asociaciones de gais, que están intentando imponer su derecho a corromper nuestra sociedad, como han hecho en la mayor parte del mundo occidental, esa misma ley demuestra una mano muy endeble.
––Allá vamos otra vez ––intervine de nuevo. ––Padre, tengo amigos que son homosexuales, ¿quién sabe? quizás incluso mi amigo Rubén resulte ser así.
––No es que tenga nada en contra de los homosexuales––continuó mi padre––. Sólo me opongo a sus objetivos políticos, a su empeño en propagar su cultura entre los demás. Sé que los políticos usan a los gais del mismo modo que usan la religión: para impulsar sus causas, pero…
––Hay personas, incluso parejas gais perfectamente respetables––exclamó mi madre, tomando el turno para poder reconducirle.
––Sí, Kella, te lo concedo, pero es todo una caja de Pandora, junto con los respetables, vienen también los demás. La liberación sexual total no es una buena idea. Alemania y Austria, por ejemplo, tienen un creciente problema de pedofilia. Yo prefiero defender a los niños contra el mal doméstico, antes que contra ese otro mal que está asomando la cabeza, y contra el que una corrupta y blanda sociedad como la occidental no está haciendo nada de verdad para detenerla. Y no hacen nada, porque no es oportuno políticamente, ir contra los bloques poderosos, dentro de sus propios sistemas. Y al ritmo que van las cosas, dentro de cincuenta años la pedofilia será un concepto tolerado en algunas sociedades occidentales, tal y como lo era en el pasado.
––Afra, pensemos en esta niña pequeña ahora––insistió mi madre.
––No hay mucho que podamos hacer por ella ahora mismo, madre, solo esperar a ver qué pasa. Por ahora puedes rezar por ella y por su familia, incluso por su padre, quizás no sea un hombre malvado y lo está haciendo lo mejor que sabe.
Por la mañana, cuando me marchaba en dirección a la escuela católica, Saúl me llamó desde la puerta de la casa:
––Masuhun, espera––
Vino corriendo hacia mí sacudiendo un osito de peluche, yo sabía para quién era, y de repente me pregunté si debería haber evitado mencionar a la pequeña en nuestra casa.
––Dale este osito, Masuhun, yo ya soy grande para tenerlo.
Es cierto que el peluche estaba un poco comido por las polillas y perdía relleno, pero sabía que era su osito especial, el amigo que había compartido su cama y sus sueños cada noche. Así que le abracé y le besé, cogiendo el muñeco.
––¿Estás seguro, Saúl? Sé que es tu osito especial.
––Por eso sé que puede cuidar de ella, como siempre lo ha hecho conmigo. Y, Masuhun, sé que ella es Cenicienta, así que no me digas que no lo es.
El osito se quedó en el coche ese día, ya que ese día me tocaba ir a la escuela católica en la ciudad, junto al zoco. En la escuela había niños pertenecientes a distintas religiones.Es gracioso cómo la religión no parece importar cuando la escolarización de los niños de élite, está en juego. Aquellos niños no eran malos, pero los árabes eran generalmente más respetuosos y, por tanto, con más confianza en sí mismos. Entre los chavales europeos muchos eran inseguros, con tendencia a presumir, muy centrados en sí mismos, y que no siempre respetaban mi autoridad. Recordé lo que mi padre había dicho en la mesa, sobre otras culturas, que quisieran cambiarnos; y que quizás deberían empezar cambiando ellas mismas.
Yo disfrutaba enseñando inglés aquí. La respuesta de los alumnos era excelente y aprendían rápido, con fluidez, lo que propiciaba que las clases fuesen divertidas para ellos y para mí. Odiaba tener que dedicarle tiempo a cualquier niño de manera particular, a ponerle al día mientras los otros hacían algún ejercicio. Por eso si alguien no podía seguir el ritmo, yo iba más lento y volvía a explicar tantas veces como fuera necesario, sin perjudicar a los niños más inteligentes, que también se beneficiaban de la constante reiteración. Los pocos padres que se quejaban por esto, eran habitualmente los europeos, pero quedaban satisfechos cuando les explicaba que mi sistema aseguraba que así los alumnos retendrían mejor lo aprendido, y que de manera efectiva podrían llegar a hablar en inglés, en oposición a otros sistemas que avanzaban metodicamente por etapas. En una ocasión, le pedí a un padre que se sentara en el despacho de al lado, en silencio, mientras yo hacía entrar a su hijo para hablar a solas con él, sin que supiera de la presencia de su padre:
––Entra, Dani. Quiero hablar contigo. A ver, Dani, imagina que estamos en clase. ¿Cuál es mi regla allí en cuanto al idioma hablado?––Él pareció sorprendido por un momento.
––Hablamos solo en inglés.
––Buen chico. ¿Y te gusta estudiar inglés en mi clase?
––Sí, señor, mucho. Solo que… ––y vaciló sobre si debía seguir.
––Dilo, Dani. No me importará. Dilo.
––Bueno, es que me muero por empezar con el nuevo libro de lectura, Kim de la India, pero seguimos volviendo atrás y repitiendo.
––¿Cuándo empezaste a aprender inglés conmigo, Dani?
––Hace año, desde que empecé sus lecciones, señor.
––La mayoría de la gente se pasa años para poder aprender a hablar un idioma. Pero tú lo hablas con fluidez y sacas sobresalientes en todos tus exámenes. ¿Crees que mi sistema es bueno? ¿O tal vez es que tú eres un alumno excepcional?
El niño se rió tapándose la boca: ––Quizás seamos un buen equipo, señor. Una cosa, señor, ¿quién está sentado en el despacho escuchando nuestra conversación? ¿Es el director?
––No, Dani ––dije, riéndome sin poder evitarlo ––Es otro miembro de nuestro equipo.
Cuando el niño vio a su padre, se puso colorado como una remolacha, y su padre se emocionó bastante.
––¿Qué haces aquí, papá?
El padre le dio un abrazo y un beso como respuesta, y yo le mandé de vuelta a la clase.
Yo no tenía la cualificación para dar clases, era tan solo estudiante, y todavía me mantenía con el sistema de horarios flexibles de la universidad. Por esto era importante que le cayera bien a los padres, dar clases era una experiencia útil para mí, y me encantaba. Y al mismo tiempo quería ser un líder, alguien que gustara a los niños. Mirando hacia el futuro, me di cuenta de que algún día ellos podrían ser unos buenos aliados. Además, ejercía ya de maestro, que era a lo que me quería dedicar en la vida, y la satisfacción de ver florecer a los estudiantes en mi asignatura era algo maravilloso. Sin embargo tenía una sensación urgente, que me dominaba, de que había cosas que aún tenía que hacer, pero que no sabía cuáles eran, y así pasaba el tiempo.
Capítulo Cuatro
Jeedah
Él cree que no lo sé, pero se equivoca, busca algo, posiblemente desee a Latifa. Es el tipo de hombre que le gustaba a mi abuela Jeedah, a pesar de ser un extranjero, y seguro que ella hubiera hablado con el. Ella siempre conocía a las personas.
––Si no conoces a alguna persona, niña, no hables con ella. Deja que adivinen tus pensamientos ellos mismos, si pueden. Tú no digas nada.
A veces ponía la mano sobre mi cabeza y decía:
––Es inútil, Malak, tu rostro lo dice todo. Eres demasiado magnífica, y orgullosa. ¿De dónde has salido? Tienes la sangre de tu madre, pero tú eres especial y nunca te rendirás.
Entonces no lo pude entender, pero sus palabras más adelante llegarían a significar algo importante en mi vida.
Murdiyyah tendría que saber decir siempre que no. Sé que él quiere hacerle lo mismo que a nuestra madre, pero si lo hace le mataré, lo sabe muy bien… Jajaja, él teme que yo sea Jeedah. Y tal vez sea así.
¿Por qué permitió Alá que muriera? Yo sé que no la mató, pero sí lo permitió, y ella siempre decía que yo nunca debería culparle, ya que sólo él es bueno, y que debo hablarle, y pedirle que me ayude. Los hombres van a la mezquita para verle, pero ella decía que él me escuchará desde cualquier sitio, que la playa por ejemplo es un lugar ideal, porque hay mucha belleza alrededor.
Cuando ella murió, había cerca de ella un gato negro, negro y gordo. Tal vez ella esté en el gato, ó quizás ella sea ahora un gato, eso piensan algunas personas… Algunos dicen que no estaba bien, que era una bruja, que su hombre vivía atemorizado por ella, y que su propio hijo, o sea mi padre, también le tenía pavor. Pero ahora no está, se ha ido y no tengo a nadie con quien hablar. Murdiyyah está demasiado ocupada, siempre tonteando con los chicos, que acabarán acostándose con ella. No puedo pelearme con todos los chicos del zoco, la última vez fueron tres al mismo tiempo, ¡cobardes!, tuvieron suerte, porque estábamos fuera del Hamman. La señora del Hamman dice que soy una gata rabiosa, tuvo que traer varios cubos de agua, para limpiar la sangre de aquellos cobardes.
Latifa es mi amiga, juego mucho con su bebé, para que no llore, ella me tira del pelo y me pega; Latifa se ríe, la quiere mucho, aunque creo que no debería dejar que me pegue tanto, pero no me importa, porque Latifa es su madre y mi amiga. Comemos la mayoría de los días, porque Latifa nos da comida; en nuestra casa no hay nada. Antes la gente nos solía traer comida, pero entonces él se reía de ellos y les insultaba, así que dejaron de venir, a veces les tiraba la comida al suelo y la pisoteaba. Pero Latifa es amable, y no le tiene miedo. Ojalá mi madre fuera ella. Tal vez sea que yo no puedo querer a nadie, sólo a mi abuela, Jeedah Hazzah, pero ella murió.
Cuando llegan esos chavales, caminan agazapados con la espalda pegada a la pared, yo les gruño, dan un salto y se van, no quiero problemas con ellos, acaban riéndose y me insultan, pero ya no tanto, saben que no les tengo miedo, y haría con ellos lo que fuera necesario, incluso les mataría, si me pegasen. No les gustamos, porque somos del Sáhara y no tenemos comida ni ropa, y mi padre siempre está pegado a una botella, dicen que es por una maldición de Shaytan, y por eso mismo, mi padre les pega a Murdiyyah y a mi madre, y los niños también me han pegado a mí, pero ya estoy cansada. Todo esto era mejor cuando mi abuela estaba viva. Murdiyyah y mi madre siguen teniendo mucho miedo, pero quizás si no estuvieran tan asustadas, él las dejaría en paz.
El extranjero tiene una gran tristeza en sus ojos, sé que es bueno y amable, pero también tiene su lado oscuro y misterioso. y sé que ha andado metido en asuntos turbios, no lo dice, pero lo sé. Nos ha pagado vestidos, y le está dando dinero a Latifa para que podamos ir al colegio, así podré asistir a las clases, aunque yo ya voy por la escuela cada vez que puedo. Espero que mi padre no venda estos vestidos a cambio de dinero para botellas, como también hace con madre, cuando le pega para quedarse con el dinero que le dan por trabajar. Cuando eso ocurre, no tenemos nada para comer, y Latifa nos trae cuscús y pan, a veces patatas… y mi madre llora. Me alegro de poder ir al colegio todos los días, porque así podré estar lejos de aquí.
Siempre voy a la casa de Latifa cerca del Hamman, y espero abajo en la calle, esperando y deseando que ella salga a la terraza a tender la ropa, entonces ella mira hacia abajo, me ve, y me llama: ––Malak, Malak, ven aquí––. El extranjero le da dinero, para que yo pueda ir al Hamman a bañarme al menos una vez cada semana, aunque él ha dicho que vaya cada día, porque Murdiyyah y yo tenemos insectos, pero Latifa piensa que una vez es suficiente. La mujer del Hamman me llamaba gata rabiosa, era muy violenta conmigo, con frecuencia cuando me bañaba me pegaba. Hasta que Latifa un día la pilló haciéndolo, entonces la tiró al suelo, cayendo ella al agua del Hamman, y yo me reí muchísimo, pero ahora tendremos que encontrar a otra mujer para que me bañe, y es difícil, porque todas quieren demasiado dinero, saben que es el extranjero quien paga. La gente del zoco cree que el forastero es estúpido porque da dinero a cambio de nada, así que todo el mundo quiere una parte. Si ellos vieran su parte siniestra, como la veo yo, dejarían de reírse.
Sé que él se siente muy orgulloso de mí, pero al mismo tiempo creo que no está contento de sentirse orgulloso, especialmente cuando me mira a la cara, y cree que no significa nada para mí, pero en esto está muy equivocado, supongo que mi abuela Jeedah le ha enviado, tal vez ha ido a la playa y ha hablado con Alá, y él le ha enviado, pero Pete no lo sabe.
El gato negro viene ahora muy a menudo. Yo voy al mercado y le traigo pescado pasado, y se lo come, lo cual es sorprendente, ya que hay mucho pescado por estas calles; yo creo que lo hace porque soy yo quien le alimenta, y el gato en realidad es mi abuela. La gente también piensa lo mismo, y creen que yo soy también una bruja. Mañana me pondré mi vestido nuevo, e iremos al colegio; a partir de ahora seremos normales, como las demás niñas, al fin tendré alguien con quien hablar; aunque el gato también me escucha y ronronea, cuando le hablo.
Malak se acurrucó contra su hermana en busca de calor, sintiendo en su piel desnuda la suavidad del vestido que aquel extranjero, amigo de Latifa le había comprado. El frío le hizo estremecerse, descansaban sobre un suelo de tierra cubierto con dos viejas pieles de oveja, compartiendo una delgada manta para taparse; otra manta colgaba de modo improvisado sobre una cuerda que dividía la habitación en dos, y proporcionaba algo de intimidad a sus padres, que yacían al otro lado de la misma. En un intento por mantener limpio su propio vestido, la niña lo había dejado suspendido de un clavo oxidado junto a la puerta, para ir al colegio al día siguiente.
Latifa les llevó a la Madrasa[1] tras pedirle permiso a su madre, Tanirt, que volvía de trabajar en la noche. Debe haber sido el hombre extranjero quien le proporcionó el dinero. Malak se preguntó ¿por qué? ¿Qué quería? ¿Por qué regalaba su dinero? Los hombres sólo querían una cosa de las mujeres… pero ella no era una mujer todavía, así que… eso sería algo “Haram”, completamente prohibido. De todos modos, Malak le había mirado a los ojos, como Jeedah Hazzah le había aconsejado, y la verdad es que él era muy simpático, como pocos hombres que hubiera conocido antes, él no se había fijado en ella por estar sucia, o por ser pobre, tampoco es que hubiera querido hacer valer su poder sobre ella y su hermana. Lo que sí era evidente, es que estaba triste, muy, muy triste, y sin embargo ella, Malak, estaba feliz. ¡Vaya cosa extraña!
Jeedah siempre le decía que sonriera, que mantuviese alta la cabeza, que se portase bien con su madre, sus hermanas, y con otras personas necesitadas, y así todo le iría bien, con el amor de Alá. También le enseñó a pedirle ayuda a Maryam, la madre de Isa, y a venerarla, ella hablaría con Alá para interceder en su favor. Malak sabía bien, que su madre trabajaba, e intentaba mantener el hogar unido, sin embargo seguía defendiendo a su padre, a pesar de que siempre volvía a casa bebido, y les pegaba.
––Perras asquerosas ––gritaba. ––¿Por qué no hacéis algo?
Pero ellas no tenían dinero para nada, ni para comprar comida, ni mucho menos para una escoba, ó para cualquier otra cosa que les sirviese para limpiar ó para convertir su cueva en un hogar. Toda la habitación olía a orina, el olor provenía de un cubo colocado junto a la puerta, pero también de un rincón de la casa, en que su padre en noches de borrachera, descargaba su vejiga. Cuando entraba así en casa tambaleándose, si Tanirt aún no había llegado, cogía a Murdiyyah del pelo y la zarandeaba por toda la habitación. Hacía un par de noches, Murdiyyah estaba desnuda, cuando él la atacó, y ella acabó orinandose a causa del miedo. Al verla así encogida, temblando violentamente, y con sus piernas bañadas de orina, él se creció aún más, sintiéndose poderoso por el terror que le ejercía, levantó el puño para golpearle, y entonces Malak, enrabiecida, y temiendo que él intentara abusar de su hermana, como siempre hacía con su madre, se lanzó contra él gritando sin temor, comenzando a pegarle, con sus diminutas manos.
––Para, para ya, Shaitan[2]. ¿Cómo te atreves a poner tus sucias manos sobre mi hermana?
Su rostro cambió totalmente, mientras retrocedía haciendo eses, pero sorprendentemente no le dijo nada a aquella pequeña de cinco años, que se erguía delante de él, con sus manos en las caderas, y que seguía gritándole, aprovechandose de su misteriosa ventaja, mientras él se iba encogiendo cada vez más delante de ella.
––Sal de aquí ––le gritó, con su vocecilla. ––Largo––. Entonces Murdiyyah se unió en un grito a ella, y aquel hombre se tapó la cabeza con las manos.
Se dió la vuelta y se escabuyó por la puerta, y ya no volvió a aparecer en toda la noche. Las dos hermanas se abrazaron para consolarse, llorando de alivio, ahora que el peligro había pasado.
Malak había actuado así antes, en varias ocasiones. La primera vez, no pudo ser consciente de cuáles podrían ser las consecuencias de su actitud, y su madre le explicó, que en su borrachera, había creído que Malak era su madre muerta, Jeedah Hazzah, por quien siempre se había sentido aterrorizado, ya que ella se imponía gritándole e incluso pegándole, haciendo que él la respetara, y que pudiese caminar sobrio, respetando a su familia, y siendo responsable en su trabajo.
Todo el mundo decía que Jeedah era una bruja, y cuando su marido murió “misteriosamente”, pensaron que habría usado sus poderes con él. Formalmente, había sido un ataque al corazón, pero todo el barrio estaba convencido de que no era así. Jeedah Hazzah había sido antaño una mujer maltratada, aunque siempre se había defendido. Desde que enviudó, se había entregado a la causa de proteger a todas esas mujeres del barrio, y a algunas más, que eran maltratadas regularmente por sus maridos, ó por algún otro familiar.
Jeedah siempre decía que la culpa era del gobierno, y de algunos Imanes ignorantes. De niña, había estudiado el Corán bajo la tutela de un Imán. amigo fiel de su familia, conocido por ser un hombre amable y devoto. Juntos leían el libro santo, y él le explicaba que el libro estaba abierto a múltiples interpretaciones, que Mahoma, no sabiendo leer ni escribir, se lo había dictado a amigos y seguidores en los que confiaba. Muchos de sus nobles versos, habían sido tomados y mal interpretados, por personas y gobiernos malvados, que de esta manera confundían a gente de todas partes. Pero los verdaderos fieles, seguían buscando en su interior hasta llegar a encontrar la verdad. Mahoma amaba a las mujeres, y hacía todo lo que podía para protegerlas. Cuando las palabras Idri Buhunna o Daraba son usadas en los versos, los enemigos del Islam dicen que su significado es golpear, pero en realidad significan abandonar. Así que Hazzah sabía muy bien, que cuando su marido le pegaba, y decía que lo hacía en nombre del profeta, mentía. Lo que Mahoma mandaba, era que si realmente ella fuese culpable, y el marido comprobaba que continuaba desafiandole, podía abandonarla, y de esa manera ella tal vez ella entendería que estaba equivocada.
––Pero debes tener mucho cuidado, algún día él podría darse cuenta y entonces te mataría.––Sentenció su madre.
Malak también sabía que nadie iba a acudir en su ayuda, ya que por ser él su padre, y según la ley, tanto las mujeres, como las hijas, le tenían que estar sujetas y debían reverenciarle como cabeza de familia. A los quince años, pasaban de estar bajo la tutela legal de la madre, para pasar a la del padre. Por esta razón, Fátima, su hermana mayor, le fue arrebatada el mismo día de su decimoquinto cumpleaños, ellas nunca pudieron volver a verla, su padre y varios miembros de su familia, la metieron a la fuerza en la furgoneta de unos amigos, ella lloraba desconsoladamente, mientras él reía y le decía que ahora disfrutaría de su nueva vida. Su madre abatida y sin poder hacer nada, sólo protestaba, y con ello sólo consiguió ganarse una buena patada por parte de su marido.
Uno de los dos chicos que le ayudaron a empujarle a la parte trasera de la furgoneta, de aspecto más noble y con un gesto de bondad, les aseguró a su madre y sus hermanas, que cuidarían muy bien de ella, al tiempo que su padre reía a carcajadas, como si le hubieran contado un buen chiste. Así fue como se la llevaron, y se vio obligada a vivir en la casa de su familia paterna.
Después de suceder esto, su madre les dijo abatida: ––El problema es que no somos de aquí, venimos de fuera. De otro modo, mis hermanos habrían venido corriendo a protegernos, pero mi familia es del desierto, del Sáhara, y ni siquiera saben donde estoy.
La abuela Hazzah había muerto de cáncer, hacía algo más de dos años. Había ido a ver al médico, pero como no tenían medios, le dijo que debería volver a casa, a esperar la mano de Alá, que ya era vieja y moriría pronto, de todos modos. No le dio medicinas, solo unas aspirinas para eliminar el dolor.
Cuando le llegó su hora y Jeedah Hazzah finalmente murió, Malak odió a Alá por permitir que su abuela, su única amiga de verdad, muriera así. Se escapó corriendo hacia la playa, y se quedó allí toda la noche, llorando y gritándo a las olas con rabia, con el corazón desgarrado. Furiosa ante el vacío que, por primera vez, contemplaba delante de sí. Latifa fue quien la encontró, y la llevó a su casa, calmándola con palabras dulces, y ayudándole a razonar, hasta que Malak pudo aceptar la voluntad de Alá. Era lo que Jeedah siempre le había enseñado, y Latifa, con cariño y delicadeza había sabído hacerle entender, que era lo mejor.
Durante las largas noches de verano, cuando era aún más pequeña, solía ir a pasear a lo largo del rompeolas, junto a Jeedah, saludaban a la gente que se encontraban, casi media ciudad paseaba por allí, para disfrutar de la suave brisa marina, y para refrescarse del ardiente calor del día. Allí en algún banco junto a la pared del rompeolas, ó de los restos de un viejo parterre, Jeedah se sentaba y le daba unas moneditas a Malak. La niña trotaba feliz hacia un puesto cercano, donde vendían semillas tostadas de girasol y calabaza, y se colaba entre hombres que conversaban junto al puesto, Malak se acercaba con cautela, pero nunca con timidez, Jeedah le había enseñado a mantener la cabeza alta, y pedía sin vacilar aquello que quería. Su abuela le había enseñado la importancia y la dignidad de la mujer, también el profeta así lo expresaba, por el gran amor que Alá sentía por ellas.
Tanirt conoció a Mohamed, el padre de las niñas, hacía catorce años, por aquel tiempo, el velero en el que trabajaba, lanzaba sus redes en aguas profundas muy al sur, cerca del Sáhara, cuando una violenta tormenta del Atlántico se desató, acercándose hacia ellos rápidamente, se oscureció el cielo de un modo ominoso, el firmamento retumbaba, y vívidos relámpagos comenzaron a caer no muy lejos de ellos, obligándoles a navegar hacia la costa en busca de refugio, así arribaron al puerto más cercano, y quedaron detenidos en un control, sorprendentemente formado por hombres del ejército, los marineros se miraron entre sí preocupados, ya que para ellos, aquellos militares, solían suponer problemas, incluso sin haber violado la ley, a menos que, por supuesto, tuvieras los amigos adecuados ó vinieras de alguna familia influyente.
Los soldados subieron a bordo del barco, y escoltaron la embarcación hacia una zona protegida del puerto. La tormenta resoplaba con fuerza; se dejaban oír pavorosos gemidos, de las jarcias de los barcos allí atracados. Aquella noche era propicia para quedarse en casa, con una buena cena caliente. Fueron interrogados de uno en uno, y tuvieron que esperar a que registrasen su barco, hasta que por fin, los agotados marineros recibieron el permiso para bajar a tierra, y pudieron buscar una cafetería y algo de comer. Aquel puerto era pequeño, las calles del pueblo estaban cubiertas por enormes montones de arena que la tormenta iba lanzando desde el desierto. Las pocas personas que caminaban por allí, llevaban sus capuchas bien caladas, para mantener alejada la arena de sus rostros, el viento formaba nubes y remolinos de arena, que atravesaban velozmente la pequeña plaza del pueblo. Allí se montaron en un solitario taxi, un Mercedes azul y crema que debía tener al menos, unos cincuenta años, y al llegar a las afueras, el taxista les dejó junto a un restaurante-tetería, el único que había allí, y que estaba abierto, según les dijo el conductor del taxi, gracias al “Berm”, el imponente muro de arena, que allí cerca se estaba construyendo.
El interior apenas estaba iluminado; unas pocas lámparas colgaban del techo, y proyectaban su luz tenue y a veces intermitente, sobre los comensales, arrojando sus sombras sobre los muros. La comida olía francamente bien. El mismo propietario, de enorme envergadura y voluminosa barriga que cubría con un delantal blanco, les anunció el menú en voz alta, y alegremente les deseó a todos buenas noches.
––Hoy tenemos tajine y harira… –– en ese momento, se quedó como en blanco, marchó corriendo hacia la cocina, y volvió en seguida. ––Y también tenemos kebabs.
Una chica realmente impresionante, les trajo la comida. Llevaba un pañuelo rojo sangre sobre su cabello, y lustrosos mechones negro azabache le escapaban con rebeldía, ella los llevaba hacia atrás con leves giros de cabeza. Sus enormes ojos gris-verdoso brillaban llenos de vida, reflejando los haces de luz de una de las lámparas, se dio cuenta de la mirada hipnotizada de Mohammed y mostró su sonrisa despreocupada, al tiempo que los demás marineros hacían comentarios jocosos.
––Salaam aleikum ––dijo alegremente, y Mohammed se enamoró, sobrecogido por su inesperada aparición en el más improbable de los lugares. Le hicieron preguntas al propietario sobre ella, y él les dijo que más les valía tratarla como si fuera Haram, intocable.
––Llegó hace una semana y pidió trabajo, podría haber significado problemas para mí, no admite tonterías, ni que nadie se muestre irrespetuoso, es una mujer libre, de las tribus. Le di alojamiento, comida, y trabajo, porque estaba en un estado lamentable cuando llegó, y el Santo Corán es muy claro respecto a esas situaciones, quizás sea una fugitiva, y alguien venga a buscarla. Esa gente del desierto es dura, te pueden rajar la garganta, al poco de encontrarte. Ni siquiera le he preguntado de qué tribu es, prefiero mantenerme al margen. Además, no es una niña, sino una mujer de pura cepa, probablemente sea una auténtica leona.
Mohammed preguntó: ––¿Por qué tantos soldados? ¿Qué está pasando en este perdido lugar?
––El Berm, amigo mío, están construyendo el Berm, todo lo que necesitan les llega por mar, sin prisa, pero sin pausa, así van aislando a la gente del desierto, a los Imohagg, y esto será un día el sur de Marruecos, un lugar rico en petróleo, gas, y fosfatos.
––¿Y entonces, cuando se complete el muro, esta mujer no podría volver con su gente?
––Los Imohagg son como fantasmas, se desplazan y nunca sabes dónde están, hasta que los tienes encima. Pero el Berm es un asunto serio: tres hileras ó murallas de arena, plagado de minas a lo largo de toda su extensión, con bases cada cincuenta kilómetros. El único misterio es quién lo está pagando. El pais está reduciendo los salarios a los trabajadores, pero este proyecto es de una envergadura demasiado grande, dicen que será más largo que la Gran Muralla China. Pero para mí no es ningún misterio, se trata de los americanos, los franceses, los británicos…es decir los occidentales, los mismos de siempre. Renunciaron a esta tierra hace tiempo y ahora la quieren recuperar, porque es rica en petróleo y fosfatos.
Mohammed se adentró en la cocina, y allí encontró a la mujer, le pidió que fuese a dar un paseo con él, pero ella se rió, y le hizo sentarse mientras terminaba su trabajo, le hizo un té y le dijo que sería una locura salir ahora, ni siquiera podrían hablar con aquel vendaval de arena. Así que se pasaron la mitad de la noche charlando en aquella cocina, y cuando Mohammed le pidió que se fuese con él al norte, para ser su esposa, ella accedió.
La tormenta continuó todo el día siguiente. Pudieron encontrar a un Imán, el único en varios kilómetros a la redonda. La boda no fue nada fácil en medio de tan complejas circunstancias, el Imán llevaba a cabo su labor para los hombres del ejército; era robusto y de aspecto campechano, con mucho sentido del humor y muy romántico. Estaba absolutamente de acuerdo con aquella unión, a pesar de que apenas se conocían, de su improvisación, y de su falta de medios…
––Alá es ciertamente grande, nos envía hermosos momentos como éste, en medio de las circunstancias más difíciles. ¿Quién lo hubiera pensado? Un hombre del mar y una mujer del desierto, aquí juntos contrayendo matrimonio.
Y así fue como reunidos allí en aquel restaurante, leyeron la Fatiha, el primer capítulo del libro santo, e inmediatamente entraron en el contrato matrimonial, la Nikkah o Agd Al-qiran, con la bendición final del Imán. El capitán del barco actuó de testigo como representante de la familia del novio, y el barrigón dueño del bar, hizo lo mismo como testigo de la novia. Poco después, zarparon hacia el norte, dejando la “Dokhla”, la consumación del matrimonio, para cuando llegaran a casa, y por supuesto tras enfrentarse a la ira de Jeedah Hazzah.
[1] N.: En la cultura árabe, nombre que se le da a cualquier institución educativa.
[2] N.: Criatura malévola, el diablo, perteneciente a la cultura islámica.
[1] Nota.: Buen provecho.
[2] Nota. El té de menta tradicional de Marruecos.
[3] Nota.: Saludo tradicional árabe.
[4] N.: “No es el cuchillo más afilado del cajón”. En referencia a que el ayudante no es muy espabilado.
[5] N. de la T.: Howli significa cordero.