CAPITULOS GRATIS MALAK: LA HIJA DEL DESIERTO.

Capítulo Cinco

 Bebé León, Imohagg

Lucía un hermoso día de primavera, salí de Tánger muy temprano, conducía por la costa, donde blancas líneas de las rompientes de olas de aquella parte del Atlántico, y que en invierno podían alcanzar proporciones descomunales, se divisaban ahora como diminutos ponis blancos, que se ponían la zancadilla unos a otros alegremente, y que desaparecían de forma mágica, al entrar en contacto con la arena de la playa. El pequeño río que siempre había llamado mi atención, a causa de sus anchos meandros, llevaba ahora más caudal del habitual, pero fluía mansamente por aquella zona rural, hasta que se abría con firmeza, al unirse a las brillantes aguas del océano.

Discurría a través de los campos y alternaba, paredes a veces sobreelevadas, con suaves orillas, que eran accesibles a vacas y ovejas, que tras pastar la dura hierba, se adentraban para beber y también para bañarse, en los días más calurosos del verano, que ya le pisaban los talones a la primavera. Unos dos kilómetros más adelante, justo antes de llegar al pueblo costero de Asilah, con sus casas color azul descolorido, la carretera cruzaba el estuario de otro río, éste mucho más grande. Sus aguas se fundían extenuadas, con aquel mar que se elevaba lenta y casi imperceptiblemente, dejando ver entre los penachos de sus olas, efímeros bancos de arena que ora crecían, ora disminuían, hasta morir con la pleamar, al tiempo que también desaparecían como fantasmas, sus hermosas playas de arenas blancas.

El camping de Les Sables D’Or, donde habíamos pasado muchos de nuestros veranos de la infancia, estaba abandonado y sus bungalows vacacionales, estaban siendo derribados para poder edificar una urbanización de estridentes casas playeras. Aquello que estaban haciendo se me escapaba de la razón; cómo los mismos españoles tras haber visto destrozar sus propias costas soleadas, no habían aprendido la lección…Pero esto sucedía de igual manera en cualquier lugar del mundo, allí donde pudiera haber un potencial mercado, dispuesto a comprar propiedades.

Al otro lado de la carretera había campo, en aquel lugar, hacía tiempo, habíamos estado paseando Tanamart y yo, con mis padres, en una especie de excursión de descubrimiento, cuando para nuestra sorpresa, nos dimos de bruces con los restos de una vía ó carretera antigua, nunca habíamos visto nada igual, parecía extenderse varios kilómetros, entre sus adoquines crecían hierbas y malezas, y en sus bordes afloraban grandes piedras profundamente enterradas. —Cemento volcánico, probablemente romano— Había dicho mi padre; aquella carretera había sido construida hacía casi dos mil años. En ese momento, caí en la cuenta del significado de algo que había aprendido en estos años pero no había entendido plenamente, me percaté de que los romanos no sólo habían realizado incursiones en el norte de África, sino que verdaderamente lo habían convertido en provincia romana. La palabra África era una palabra romana derivada de la palabra bereber Afri. Dios santo. ¿Cuánto tiempo había estado occidente dominándonos? Y todavía lo seguía haciéndo en la actualidad.

La jornada de trabajo en la Madrasa, comenzaba los lunes, y continuaba hasta los jueves. Los viernes, los niños se marchaban a mediodía, ya que era el día oficial de la oración, para toda la comunidad. Los días que yo enseñaba inglés allí, eran los lunes y los jueves por la tarde, durante dos horas, y en dos turnos con alumnos diferentes, aunque como la mía era la última clase de la tarde, algunos de los chavales que asistían en la primera hora, se quedaban voluntariamente a la segunda, y repetían la experiencia. Ahora tenía a dos estudiantes nuevas: una niña pequeña y su hermana mayor. Yo ya sabía quiénes eran. La pequeña granujilla de la verja, y la chica que siempre venía a buscarla. Algo debía haber pasado en sus vidas. Les pedí que se pusieran de pie, y les dijeran sus nombres al resto de la clase.

––Tú primero, por favor ––le dije a la niña mayor. Se puso de pie, ruborizándose visiblemente, y sólo pudo susurrar su nombre, casi obligándome a leerle los labios. ––Su nombre es Murdiyyah ––anuncié a la clase, mientras ella me miraba con agradecimiento y se sentaba.

––Y yo soy Malak. La niña más pequeña se había puesto en pie de un salto y, levantando la cabeza orgullosamente, mirándome directamente, se presentó. El informe con sus datos, reflejaba que su edad eran cinco, casi seis años, pero su rostro y su actitud me decían otra cosa. Dos niñas soltaron una fuerte risita nerviosa. Hice que la clase le diera la bienvenida, aplaudiendo a las recién llegadas que en ese momento se sentaron. No le dije nada a Malak, de que ya sabía quién era. De vez en cuando me miraba expectante, e inquisitiva, anticipándose a mis preguntas, que yo deseaba vivamente plantearle, aunque dejaba para cuando llegara el momento, en el que ella misma se fuese abriendo.

El siguiente día que asistí al colegio, me di cuenta de que las dos niñas estaban sentadas solas, en un rincón. Sin saber realmente qué pasaba, lo dejé pasar; el tiempo me lo diría. Mientras tanto el osito de peluche seguía viviendo en el coche, ya que no encontraba la oportunidad para dárselo, sin sorprenderla o incomodarla, ni tampoco sabía qué decirle al pobre Saúl.

Poco tiempo después, oí gritos, que provenían de la calle, y que no cesaron ni al salir del colegio. Una buen grupo de personas se agolpaba delante de mí, cuando me acerqué lo suficiente, pude ver lo que estaba pasando, me abrí paso entre la multitud, y ví eran unos chavales enzarzados peleando, mientras les separaba, ayudado por alguien que pasaba por allí y había llegado antes que yo, me quedé en shock, descubrí que la pequeña gata salvaje a la que yo estaba sujetando, de rasgos contorsionados mientras amenazaba, y gruñía, era Malak, que además forcejeaba intentando liberarse, para seguir dando puñetazos. El otro hombre sujetaba a sus contendientes, dos niños, a parte de otro niño y otra niña que también estaban implicados, y que parecían avergonzados.

Los oponentes de Malak, habían acabado en peores condiciones, uno de ellos tenía un ojo morado y estaba lleno de arañazos, con aspecto de haber estado luchando contra una cría de tigre. Por otra parte, Malak tampoco había resultado indemne, ya que su bonito vestido, había quedado hecho harapos.

Un anciano surgió de entre las sombras.

––Lo he visto todo, con el juicio de Alá. Vi a los niños correr tras ellas. Es una tigresa, esa de ahí. Los otros niños llegaron por detrás y tiraron de las cintas de los vestidos de las niñas. Las empujaron y les  dieron patadas, las insultaron, diciendoles camellas. Y entonces, ella se giró y… fue algo digno de ver, se lanzó contra ellos sin ningún miedo, arañando, dando puñetazos y patadas. Entonces llegué yo, pero el joven fue más rápido y pudo separarlos.

Tal vez no sean de aquí, puede que sean gente del desierto, Imohagg  , de la gente libre, eso lo explicaría todo.

––Gracias, señor, gracias ––le dije, pero no había quien le parara.

––La pequeña es valiente como los Imohagg, como los Mujahideen. Tiene el alma de Abd-el-Krim . Si Alá quiere, su vida será dulce, ya que también tiene belleza, aunque esto puede sacar a veces el mal en los hombres. Todavía había niños y gente allí mirando, yo estaba como hipnotizado oyendo al anciano, pero tuve que interrumpirle, con una sonrisa y una sacudida de la mano. Su longeva cara azotada por el clima, arrugada con cientos de hendiduras, se iluminó con una sonrisa de comprensión.

––¡Marchaos a casa! ¡Iros! ––dije sacudiendo las manos ante la multitud, temiendo ver aparecer a algún gendarme en cualquier momento. Entonces vi a Malak, que se había girado, dándome la espalda; pude ver sus pequeños hombros subir y bajar mientras recogía lo que quedaba de su vestido alrededor de su cuerpo, y Murdiyyah intentaba consolarla. Sollozaba en silencio, y de repente echó a correr, con Murdiyyah persiguiéndola, mientras le gritaba su nombre.

Bendije al abuelo, y me lancé en la misma dirección que habían tomado ellas. Mientras corría, creí oír una voz que gritaba mi nombre, me detuve y volví a oirla, miré hacia atrás y ví al anciano que sacudía su bastón vigorosamente hacia mí, al tiempo que señalaba a un hombre que estaba cerca de él. Forcé la vista para intentar averiguar quién era. Aquel hombre corría ahora hacia mí, y pude oírle claramente.

––¡Moon, Moon! Me quedé atónito. Solo conocía a una persona que pudiera aparecer de la nada llamándome Moon. Lo que estaba haciendo aquí era un misterio, tenía la habilidad de aparecer en los momentos más inesperados. Se acercó a mí y empezó a dar saltos, al tiempo que me lanzaba falsos puñetazos, algunos no tan fingidos. Era su desvergonzado modo británico, de saludar a un viejo amigo.

––¿Qué estás haciendo aquí, Rubén? Tenía entendido que estabas jugando a los soldados, en alguna parte.

––Me aburrí, deserté. Pensé que debía saludarte, antes de que la policía militar aparecierera. Rubén era mi amigo, le había conocido hacía unos dos años en España, cuando mi padre estuvo herido. Su padre, él mismo, y otros amigos, me habían salvado la vida en más de una ocasión. Pero era un algo idiota, y bastante amable, con una gran tendencia a dramatizar todo.

––Vamos ––le dije, volviendo a emprender el trote. ––Hay dos pequeñas con el corazón roto, a las que debo alcanzar.

––Oeeee, oe oe oe, oeeee, oeeee ––canturreaba Rubén a gritos, mientras bajábamos corriendo por la calle. La gente, que había salido a dar su paseo vespertino, nos miraba para ver quiénes éramos, y qué era todo ese jaleo. Giramos hacia una calle lateral, dirigiéndonos hacia la medina, donde sabía que vivían las niñas.

Entonces las vi. Estaban apoyadas contra la pared de un bar, acorraladas por dos hombres. Fue un golpe de suerte que las pudiera ver, lo cual ocurrió gracias a que cuando pasábamos por allí, Malak gritó a aquellos hombres, al tiempo que intentaba zafarse y pasar entre medio de ellos, gritando, con su voz de niña pequeña, pude ver que el más grande de ellos dos, la sujetó con fuerza por el cuello, y tiró de ella  hacia atrás. Sus gritos quedaron ahogados, resultando en agudos chillidos, que chirriaron en mis oídos. Me detuve y me fui hacia ellos. Uno de los hombres era grande y gordo, mientras que el otro era alto y curtido. Los dos tenían una apariencia de lo más desagradable.

––Te has hecho muy buenos amigos, Moon, ni siquiera la Legión Extranjera les querría.–– espetó Ruben, que me había seguido de cerca. Desprendían un fuerte olor a alcohol y, cuando me acerqué, se giraron en redondo para encararme, sin soltar a Malak, a quien el hombre grande mantenía agarrada con su callosa mano, y con cruel brusquedad del cuello, y la sostenía como si fuera una muñeca de trapo. Ella luchaba, tirándole de la mano con todas sus fuerzas, dedo a dedo, en un intento completamente inútil de liberarse. Por un instante, llegó a mi pensamiento la loca idea, de si lo que habían estado bebiendo, sería champán, ó ron a pelo.

––¿Qué partido echan hoy? Probablemente pensé que de esta manera, podría calmar las cosas, pero ellos no parecieron relajarse lo más mínimo. Además, se notaba bastante, que no me sentía muy complacido por el modo en que aquel hombre sujetaba a Malak. Pero claro, era su padre, y estábamos en Marruecos. Yo no tenía aquí, ningún derecho.

––¿Qué quieres? ––rugió el hombre grande.

––¿Hay algún problema? ––pregunté educadamente.

––¿Quién carajo eres tú?

––Soy maestro en la Madrasa ––les dije. ––Y Malak y Murdiyyah son mis alumnas. Teníamos público, formado por los demás clientes del bar, que estaban sentados en las mesas de la calle, y de otros peatones curiosos. Parecía que todo el mundo quisiera participar, y escuchaban con inusitada atención. Oí la palabra Madrasa, pronunciada por varias voces de entre la multitud.

––Yo soy el padre de estas niñas ––chapurreó delatando aún más su fuerte borrachera, y el eco de sus palabras resonó en mi cabeza varias veces. El padre, es el padre… Entonces, de repente, le dio una bofetada con el dorso de su mano libre a Murdiyyah, como para reafirmar su paternidad. Ella gritó, y cayó al suelo, y cuando intenté acercarme para consolarla, el otro hombre me cogió agresivamente del hombro.

Error, pensé para mis adentros, en relación a querer apaciguar la situación, y más aún, cuando mi amigo, que había estado al margen hasta ahora, tiró de una patada las dos mesas más cercanas y, entre gritos y el sonido de cristales rotos, le propinó una patada voladora en toda la cara al padre, que cayó pesadamente sobre otra de las mesas, destrozándola con su peso.

––Yo te enseñaré a pegarle a las niñas, escoria. Yo le di un codazo al otro hombre, que aún me tenía cogido por el hombro, le dí con todas mis ganas, alcanzándole en la cara, desde abajo. Cayó también al suelo, pero cuando el padre empezó a tratar de ponerse de pie, me di cuenta de que estos tipos eran marineros bien curtidos, y de que sus compañeros no tardarían en aparecer. Si eso pasaba, Rubén y yo tendríamos entre manos, más de lo que podríamos manejar. Así que cogí a las niñas y echamos a correr, con Rubén en mi retaguardia, riéndo con jocosa excitación.

––¡Vaya jarana, y vaya bienvenida! Si hubiera sabido, Moon, que habías vuelto a tus andadas, me habría mantenido alejado.

––Espera, Rubén, déjame pensar––. Nos estábamos acercando al lugar donde vivían las niñas. ––¿Qué estamos haciendo? No podemos dejarlas aquí. ¿Tenías que darle una patada? ¡Vaya lío que has montado!

Una mujer, que caminaba delante de nosotros se giró mientras nos acercábamos, y las niñas corrieron hacia ella. Pensé que podría ser su madre.

––Debería haber seguido, y haberle dado una buena paliza a ese truhan, a semejante chusma. ¡Son solo dos niñas y la más pequeña es casi una bebé! Moon, ¡son niñas!. No podía permitir que siguieran. La mujer se giró hacia nosotros, justo cuando llegamos a la puerta.

––¿Qué habéis hecho? Por amor a Alá, ahora nos matará. ¿Qué  habéis hecho? ––Sollozó, derramando lágrimas por su aterrorizado rostro. Lo que llevó también a Murdiyyah, a llorar con fuerza. La gente salía de sus casas para mirar. De repente, los muecines comenzaron su llamada. Comprendí que muchos de los vecinos que miraban morbosos, se regodeaban, celebrando interiormente que la desgracia que se cernía en aquel lugar, no les afectaría a ellos.

Una mujer, con un bebé colgado a la espalda, se acercó también en ese momento, desde el mismo callejón, llevando sus compras. Y entonces, llegaron. Supe que venían, porque la gente empezó a meterse apresuradamente en sus casas, para mirar desde una posición más protegida. Llegaban desde el mismo callejón por el que habíamos venido. Debía haber una docena de hombres, todos ellos portando palos y garrotes.

––Santo cielo, Moon.

El hombre grande, el padre, iba a la cabeza y se dirigió directamente hacia la madre de las niñas. Las dos niñas estaban agarrándose a ella. La mujer con la bebé a su espalda, se interpuso en el camino cuando él se dirigió para atacar. Él se detuvo, las bolsas de la mujer cayeron al suelo, y su contenido se desperdigó, lechugas, zanahorias, y naranjas rodaron hacia las alcantarillas.

––¡Mohammed! ¡Para esta locura!

––Ella es una puta. Es un sucio animal, como sus hijas. Han encontrado a extranjeros a los que seducir con sus mentiras, para destruirme. Les mataré a todos. Apartó violentamente a aquella mujer con su bebé, y yo tuve que abalanzarme frenéticamente hacia ellas, para salvarlas de la caída. Rubén se volvió a lanzar contra él para frenarle, pero en seguida sus amigos con sus garrotes, estaban ya entre nosotros. Las mujeres gritaban, y yo hacía todo lo que podía, para proteger a la mujer y su bebé que habían quedado en medio de la trifulca. Podía oír a Rubén gritar, y supe que nos iban a dar una buena paliza.

Levanté un brazo para bloquear un palo, que se dirigía con fuerza hacia mi cara; pero no llegó a golpearme, ví a mi asaltante estrellándose contra la pared, alguien más había llegado, en silencio, pero alguien que evidentemente estaba de nuestra parte, un hombre de  enorme envergadura, que también se había puesto a nuestro lado, en aquella pavorosa escena. Algunos de los atacantes, corrieron por el estrecho callejón hacia él, lanzándose con sus bien escogidas armas malévolamente, y terminaron recibiendo un repertorio de golpes de todo tipo, patadas, puntapiés, puñetazos, tortazos, y hasta cabezazos por parte de aquel recién llegado, que se giraba a la velocidad del rayo entre atacante y atacante, con magnífica fuerza, y sin soltar ni una palabra.

Cuando vio que quedaban tumbados y quietos, alguno escondiéndose entre las sombras, y algún otro huyendo despavorido para salvar la vida, por el mismo callejón por el que llegaron, se acercó a las puertas de los vecinos, comenzó a darles sonoras patadas, mientras gritaba:

––Hienas, malditas hienas. Siguió pateándolas, hasta que quedamos sólos: las mujeres que lloraban desconsoladas, las niñas, Rubén, que gemía ruidosamente sujetándose la cabeza, y yo mismo.

––¿Estás bien, Rubén?

––Sí, solo gimo de alivio. Aquel hombre, se acercó a donde estaba tumbada la mujer con su bebé, allí a mi lado. Las levantó con una gran ternura, que contrastaba enormemente, con la rabia y la violencia que unos minutos antes había mostrado al enfrentarse con sus agresores, poniendo punto y final a aquella pelea en un santiamén. Para mi sorpresa, las niñas le reconocieron, y corrieron hacia él. Girándose hacia ellas, también las abrazó delicadamente, con sus grandes brazos, mientras las besaba suavemente.

––Recoged toda la compra y venid conmigo, ¡rápido!. Todos.

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