CAPITULOS GRATIS MALAK: LA HIJA DEL DESIERTO

Capítulo Dos

Malak

 

Pete, apoyado sobre la pared del pequeño salón de la casa, sostuvo su humeante vaso de té, con firmeza, para calentar sus doloridas manos. El olor a menta le resultaba embriagador, cada vez que acercaba sus labios y sorbía de aquella dulce infusión. Se encontraba en la mejor y más prominente sala, de aquella diminuta casa, que tenía bancos a lo largo de todo su contorno, y que estaban cubiertos por brillantes telas. La única mesa, del tipo que suelen vender a los turistas en la medina, era un bruñido plato de metal dorado, que descansaba sobre una enclenque estructura de madera. La gente de estos lares, se enorgullecía del tamaño, y del lujo de las salas de té que tenían en sus propios hogares. La suya era muy humilde, y sabía que era afortunada de tenerla.

Su bebé, había estado llorando durante largo rato, y Pete con poca gracia, hizo vanos intentos para entretenerla. Era una hembra; lo sabía, porque vestía de rosa y como todos saben, los niños visten de azul y las niñas de rosa… pero “¿incluso allí, en lo más profundo del Islam?” Por un instante se lo preguntó. Intentó darle un trozo de pan bereber, que había arrancado de la gran hogaza redonda. Pero la pequeña gritó y lloró aún más fuerte, así que terminó por rendirse. De tanto gritar se le había encendido la cara, y pensó que quizás le parecía un monstruo a la pequeña, y que si seguía gritando, los vecinos acudirían corriendo, para lincharle.

La mujer cogió a la bebé y, atándose un gran pañuelo al cuello, la puso dentro, y la suspendió tumbadita en su envoltura, como si fuera una hamaca. Los gritos cesaron, y se convirtieron en gorjeos de risa. Pete la observó con frialdad, aquellos enternecedores gritos de la niña no le conmovían, tampoco le irritaban, se sentía tranquilo. Conocía bien a aquella mujer, y confiaba en ella; era amable y tenía buenas intenciones, su casa estaba impecablemente limpia, no obstante era fría y con muchas corrientes de aire, que amortiguaban con un solitario fuego, que les proporcionaba algo de alegría, además de calor.

Mientras ella cocinaba en su minúscula cocina, que tenía un solo fuego, sobre una histórica hornilla de gas, la bebé seguía balanceándose sujeta a su cuello, ella le hablaba sin cesar en su propio dialecto, Pete no le prestaba atención; no entendía nada de lo que ella decía, nunca la había entendido. Ella no había cambiado, se comunicaba con él cuando era necesario, por medio de gestos, de tirones, o de empujones.

La mujer había sido su amiga desde hacía muchos años, cuando él ahuyentó al hombre que le había estado molestando, en Tánger, y la había llevado a su piso, ya que supo al ver su destartalada maleta, que no tendría ningún sitio a donde ir.

Su nombre era Latifa, y se convirtió para él, en una esclava voluntaria, que permaneció con él durante varios meses, hasta que  dejó de vivir allí. Desde que amanecía hasta que se ponía el sol, ella cocinaba, limpiaba, se ocupaba de todo, y le seguía por toda la casa. Él dejaba dirhams sobre la mesa de la cocina y, después de almorzar, el cambio y las facturas, aparecían allí, como esperando a que él las comprobara. Nunca lo hizo, ya que nunca le importó. Pero entonces, un día él se marchó, dejándola con algo de dinero, y entre amigos. Latifa se sintió rota, él nunca había yacido con ella, nunca la había deseado, y ella nunca había sido para él, más que una chica que necesitaba un amigo. A lo largo de los años, él siempre le había enviado dinero, desde donde quiera que estuviese, y ella siempre le hacía saber dónde se encontraba.

Pete a veces soñaba con vivir en la selva, o en algún desierto, sobreviviendo, del modo que se le daba tan bien, pero sabía que la soledad le caería encima como una pesada losa, y habría necesitado a alguien, que le acompañara cada vez que llegara la oscuridad de la noche. No pedía mucho, sólo una mujer, como las que siempre había amado. Extrañamente, solo había amado a mujeres rusas, sabía que estaba hecho para amar, para cuidar de alguna mujer, y que pertenecía a ese prototipo tradicional de hombre, que no sentía deseos de ir con los tiempos, aunque era consciente de que los tiempos ahora habían cambiado, y que algún día tendría que adaptarse, de que el extraño, el que no encajaba, era él mismo. Pero de momento Pete, no conseguía adaptarse a la nueva mujer occidental, a sus manías, a su arrogancia, a sus rasgos masculinos. Había llegado a ver cómo en España, las otrora pisoteadas “Marías”,  ejercían ahora su ansiada venganza sobre sus homólogos masculinos, tras largos años de abusos, de crueldad y de infidelidades.

Pete, un forastero, hijo de una cultura más evolucionada y estructurada, con ideales de juego limpio y buenos modales, se quedó asombrado, al descubrir que su compañera española, había llegado a odiarle, simplemente por el hecho de ser un hombre. Fruto de  aquella mentalidad, ella y muchas de sus iguales, habían llegado a convertir a los hombres en una especie de presa.

Se acabaron los días de cortejo pasivo, ahora ellas eran las depredadoras. Primero seleccionaban, y después destruían, egos y espíritus. Había llegado a la conclusión de que, por supuesto, todo aquello era fruto de un plan diseñado, y conducente a una nueva etapa, en la que se derribarían todas las barreras previas, los tabús, erigidos concienzudamente por nuestros antepasados, para proteger nuestras sociedades, comenzando por el mundo occidental, dirigiendo a los dóciles consumidores, y llegando a subyugar a toda la humanidad a las voluntades insensibles de los súper cerebros. No hacía falta ser un genio para darse cuenta, y Pete lo percibía, pero pensaba que la mayoría de la gente en occidente, estaba ciega o hipnotizada y no se daba cuenta.

Ella le tiró del brazo, y abrió los ojos, pero se sentía muy adormilado. La fuente de barro, estaba llena hasta el borde, de sémola cocida con cordero tierno, con verduras, y garbanzos. Le pasó una cuchara, y empezó a comer directamente del plato, como era costumbre en Marruecos. La bebé estaba sobre el suelo alfombrado, junto a una niña de unos cinco, o seis años, y que debía haber entrado en la casa cuando estaba dormido.

Mientras comía, advirtió sus hermosas facciones, y su largo y espeso cabello. A pesar de ir vestida con harapos viejos, y de que su rostro y sus manos estuviesen ennegrecidas de suciedad, la niña era preciosa; mientras entretenía a la bebé, echó un vistazo a la comida, y aunque desvió su mirada, sus ojos volvieron a pasearse por el rebosante plato de cuscús. Luego giró su barbilla bruscamente, con un gesto de autocontrol, para mirar hacia otro lado. Pete pensó que la pobre corderilla estaba muerta de hambre, pero al mismo tiempo era orgullosa, una golfilla increíble, de sólo cinco años, con muchas agallas.

––¿Cómo se llama? ––preguntó él, señalando a la niña.

––Malak ––replicó Latifa. ––Su madre trabaja, así que ella y su hermana se pasan todo el día en la calle.

––¿Y qué problema hay con el colegio?

––No tienen dinero.

Entonces Latifa le dijo a la niña algo sobre Pete, ella se giró y le miró. Sus dientes eran blancos y perfectos. Su inesperada sonrisa le sorprendió, aunque su rostro totalmente inexpresivo, debía haber sido su única arma de defensa contra la negligencia y la maldad, que con seguridad había tenido que afrontar en su vida.

––Dale cuscús. Dijo Pete.

––No, ella tomará lo que nos sobre.

Él se dirigió hacia la otra habitación. cogió un plato y un tenedor, le sirvió un buen montón de sémola, y le dió pan y una Coca-Cola, colocando el enorme plato de comida delante de la niña, que se abalanzó sobre ella,  como un lobezno, usando sus manos para devorarla ansiosamente.

––¡Malak! ––regañó él con tono de voz alto, ella levantó la mirada, pero continuó comiendo. ––Dile que pare, le indicó a Latifa, que habló bruscamente con la niña, que al fin dejó de comer, mirando a Pete. ––Dice que lo siente, explicó Latifa.

––No tiene nada por lo que disculparse. Solo dile que me haría feliz si usara el tenedor.

Latifa volvió a hablar con ella y la pequeña le escuchó atenta, y humildemente. Luego se rió, con una risotada de sentida alegría, al tiempo que se volvía para mirarle. Pete, pillado por sorpresa, le devolvió la sonrisa, sin poder evitarlo. Se comió el resto de la comida con el cubierto, no sin dificultad, y dirigiendo a Pete alguna mirada ocasional, al tiempo que reía suavemente. Él estaba embelesado con ella, con su belleza, su orgullo y su saber, le resultaban impresionantes en aquella pequeña, que siempre había vivido en absoluta pobreza, Y, por supuesto, se daba cuenta de que la niña, de algún modo, era consciente de su poder como futura mujer, y de que sabría cómo usar sus encantos, llegado el momento oportuno. Pete pensaba, que ella era consciente, instintiva o intuitivamente, de que él era el tipo de hombre que amaba a los niños y de que consideraba sagrado su derecho a ser verdaderamente niños. Por supuesto, también cabía la posibilidad de que Malak pensara, que los forasteros eran sólo la orilla más verde de su río particular.

––Latifa, la niña está de sucia, que da asco. Seguramente también esté llena de piojos y de pulgas ––musitó.

––Viven en una cueva, su madre gana dinero para comer, sólo cien euros al mes, y ahora el padre ha vuelto a dejarla embarazada.

Pete metió la cabeza entre sus manos. En realidad no podía ayudar mucho; sólo podría endulzarle un poco la vida a la niña y, aún más a sí mismo. Ya no era capaz de hacerse cargo de los problemas de los demás, no hacía mucho que había vuelto de las puertas de la muerte; se sentía débil, física y psíquica ó emocionalmente, y no podía con sus propios problemas.

––Mientras duermo, llévala al Hamman. Toma unos dirhams, para que la laven bien, y le corten el pelo. Ah, y cómprale un vestido, y ropa interior. No, mejor dos vestidos y varios paquetes de bragas.

––¿Y qué pasa con su hermana, Murdiyyah? Ella también está sucia y tiene once años.

Él sabía lo que se le venía encima. Latifa tenía buen corazón y, para ella, Pete era rico, como todos los forasteros. Cada vez que Pete ayudaba a alguna persona a la que ella protegía, bajo su empobrecida ala, todo se convertía en una historia interminable. Él se preguntaba si en realidad la gente, al percibir la sensibilidad del alma de Latifa, a menudo confundía amabilidad con estupidez, y le tomaban el pelo. Pero cuando se lo decía, ella le recriminaba a gritos, por su desconfianza, y su extremada cautela.

––¿No lo ves? ¿No lo entiendes? Alá, Alá lo ve todo.

Él terminó por darse cuenta de que, para una persona desfavorecida, en un país sin seguridad social, como era aquel, la vida, la mera supervivencia, era una lucha continua, y sin las personas como Latifa, moriría mucha más gente todavía.

––Está bien, llévatela a ella también––le dijo a Latifa, refiriéndose ahora a Murdiyyah,  al tiempo que hacía una mueca . ––Y por favor déjame dormir ahora.

Se despertó más tarde, con el sonido de los niños jugando en la calle. Y pensó en las guerras, cómo era posible que la gente pudiera,  sabiendo que siempre hay niños jugando en las mismas calles y plazoletas, hacer guerras, descargando toda su orientada destrucción, que necesariamente lanzaban sobre ellos.

Se dirigió a la ciudad, donde escuchó a niños de catorce o quince años, que hablaban en una plaza junto al puerto. Eran solo niños, pero curiosamente se encontraban mezclados: golfillos y chicos bien vestidos, y todos hablaban maravillosamente bien; parecían estar muy unidos. Predicaban paz y amor, contra el mal uso de la tecnología.

Mucha gente se había sentado a escucharles, y Pete se sentó con ellos, fascinado, preguntándose quiénes eran. Había también niños de otras edades, algunos de ellos vagabundos sin hogar.

Fue entonces, cuando llegaron corriendo varios policías uniformados, y los niños salieron huyendo. Un hombre, presumiblemente un agente de paisano, había cogido por el tobillo a uno de los oradores. Estaban justo al lado de donde Pete se había sentado. El chico, de unos catorce o quince años, se esforzaba por escapar y gritaba; el hombre le daba puñetazos con saña, intentando presumiblemente golpearle en la zona de la entrepierna.

Pete, le propinó una patada tras acercarse a él por detrás, en el mismo sitio en que el hombre había intentado dejar lisiado a aquel pobre chaval. Aulló y se dobló de dolor, liberando inmediatamente al chico. El joven se giró mientras huía, tras pensarlo por un momento, y sonrió agradecido, animando a Pete a que huyera con él, pero Pete estaba cansado, así que bajó rápidamente algunos escalones y se ocultó entre la multitud, como solía hacer siempre. Un día o dos más tarde, seguía acordándose de aquellos niños, y sonreía para sí cuando lo hacía.

Pero ahora también podía oír el mar que en la lejanía rompía contra las rocas, justo debajo de la Kasbah, el sonido le llegaba a través del alto ventanuco de su habitación. Pudo también notar el salitre en el aire y el olor a pescado, así que salió de la casa y bajó caminando hacia donde acababan de llegar los barcos pesqueros, allí donde los pescadores estaban vendiendo sus capturas. Todavía lucía el sol, pero una bruma marina había descendido sobre el puerto y la zona de la playa, dándole un aire de misterio, casi como de lugar encantado.

Aquel ambiente mágico, desaparecía por el ruido que causaban los regateos de los comerciantes, en sus transacciones de compraventa. El pescado se vendía bien, especialmente las piezas más grandes. Mientras paseaba por allí, los hombres le gritaban, en árabe o en español, y sacudían los peces, los pulpos, y las redes llenas de gambas, allí mismo, delante de él. Pete sonreía, y les daba las gracias, negando con la cabeza. Si Latifa hubiera estado allí, habrían comprado dos o tres buenas piezas de pescado, para llevárselas a casa. Ya fuese lenguado, quizás rape, o mero, el inevitable mero español, para cocinarlo a la brasa. Sintió en aquel momento que  la vida no era tan mala, y ahora, volvía a sentir hambre.

Vio una familia que llegaba para comprar pescado. Era una mujer con dos niñas, y con un bebé en brazos. Conforme se acercaban, se dió cuenta de que era Latifa con la bebé, junto a dos lindas niñas, con pañuelos de seda, y primorosamente vestidas al modo tradicional, que se acercaron a él, alegres, pero él no las reconoció, y quedó sorprendido cuando la mayor le besó en las mejillas, solo entonces, se percató de quienes eran, también Malak corrió hacia él, lanzándole los brazos al cuello para darle otro beso en la mejilla. Pete la sujetó con sus brazos estirados, sintiéndose emocionado, con un nudo en la garganta. Por un instante imaginó que aquella podría ser su familia: su mujer, su bebé, y sus dos hermosas hijas. Todos los pescadores que les rodeaban, se les quedaron mirando, riendo mientras decían “schuina schuina”, y en verdad, sí que eran hermosas. Pete se quedó mirando a Malak embelesado.

––Eres tan encantadora, Malak, eres preciosa.

Ella no le entendió, pero sabía lo que había dicho, y corrió de vuelta hacia Latifa, sintiéndose algo cohibida, pero contenta. Latifa tomó a Pete del brazo, mientras señalaba: ––¿Pescado?

Pete asintió, y comenzaron a regatear, echó un vistazo alrededor y vio a Murdiyyah, la niña mayor, que se había quedado con la bebé, y le sonrió.

––Hola, Murdiyyah.

––Hola.

Murdiyyah le devolvió la sonrisa. Junto a Malak, jugaban con la pequeña bebé, Pete se sintió pleno y feliz. Pensaba que no merecía formar parte de aquel entrañable momento. Pero, ¿por qué no? Simplemente, porque su baja autoestima se lo impedía. Aunque imaginó en su interior: “No, idiota, sí que podrías, si hicieras lo que te dijo el loquero, y te tomaras las pastillas”. Luego reflexionó si podría haber alguna razón por la que se lo mereciera. “No es nada, solo un par de niñas. Me metí la mano en el bolsillo, para arreglarlas durante unos días, y ahora siento que son ya mías. Pero son mías, tanto como lo puedan ser de cualquier otro, para quererlas, aunque sea desde lejos. Vamos a ver, si llegara esa hora, siento que no me importaría morir por ellas, si eso las mantuviera a salvo y felices. A partir de este momento me encargaré de ellas, tratando de ser alguien especial que signifique algo importante en sus vidas. Ya me siento mejor, y mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. Y tú ya estás endulzando estos momentos para mí, pequeña Malak. Veré hasta donde puedo llegar, para mejorar la situación de los tuyos, a pesar de la enormidad de la tarea que se agolpa en mi cabeza, y antes de que todo esto, pueda empezar a ahogarme de nuevo”.

En aquel momento llegó un grupo de hombres bien vestidos, eran altos y fornidos, y hablaban en voz baja. Uno de ellos se adelantó y se detuvo a comprar pescado. Otro de ellos le indicó qué comprar, parecía como si los demás le estuviesen rodeando para protegerle. A Pete le pareció muy extraño. Les siguió con la mirada, mientras se dirigían hacia un restaurante cercano, donde presumiblemente les cocinarían el pescado que acababan de comprar. Al llegar al mismo, y por un breve instante, se separaron disponiéndose a entrar, dejando ver claramente a aquel hombre que habían estado rodeando, y entonces Pete sonrió, al notar la ligera cojera que le aquejaba.

 

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