Capitulo Dos
La Travesia
A todos nos ha pasado que en primavera, por la mañana temprano, algunos días, nos despertamos y encontramos un manto de bruma blanca cubriendo y ocultando todo. El entorno se vuelve extraño, y hasta que no logramos identificar un punto de referencia habitual no recordamos dónde estamos. En realidad no estaba de humor para un comienzo de jornada misterioso; quería organizarme. Había preparado una mochila con provisiones, algunas latas con “abre fácil”, pan bereber, agua y un termo con menta poleo. Sabía que mi madre, Saúl y mi hermana estaban a salvo, puesto que varios miembros de la familia ya se habían instalado. A mi padre lo habían llevado al hospital; en verdad no quería pensar en ello, ya que minaría mi determinación.
Así que bajé al sitio donde mi padre guardaba los botes, una especie de club náutico en la playa que había montado con varios amigos. Allí vivía un vigilante nocturno, en una caseta. Divisé los botes, o al menos algunos de ellos, y entonces la caseta se alzó entre la niebla. Más allá, en la playa, un grupo de africanos jugaba al fútbol. No me explicaba qué hacían jugando a aquella hora; quizá tenían frío. Había muchos africanos por todas partes, esperando que alguien los llevara o ideando formas de llegar a Europa y al Oeste para cumplir su sueño.
“Salaam Aleikum”
“Aleikum Salaam Ali” respondí.
“¿Qué haces levantado tan temprano y dónde está tu padre?”
“Llegará en un momento, yo voy a salir ahora, ayúdame, Ali” Lancé mi mochila sobre la lona encerada que hacía las veces de cubierta, por así decirlo, de mi embarcación. Él me siguió, sacudiendo la cabeza.
“No sé, no sé; hay niebla y viento, y se aproxima un fuerte viento de Levante. ¿Sabe tu padre que estás aquí?”
Tenía que tomar el control de la situación, por eso, siendo muy impropio de mí, le grité.
“¿Quién eres tú para interrogarme? Ayúdame y deja de hacer el estúpido, o se lo diré a mi padre y tendrás que buscarte otro empleo”
Malhumorado, cedió y me ayudó sin decir una palabra mientras yo izaba la colorida vela e instalaba la doble caña del timón y las aspas. Entonces bloqueé la polea, que al ajustarse con un cabo a la vela me permitía jugar con el viento. El cabo era lo suficientemente larga como para que la vela pudiese llegar sin problemas a las posiciones de “en popa” o “trasluchada”.
Un español me había enseñado a navegar, así que era algo disparatado, pero yo solo navegaba en español; igual que si adoptas un perro que vive con rusos, bueno, el perro hablará solo ruso. Navegar “en popa” consistía en navegar delante del viento, y la vela formaba una especie de globo. Era una manera maravillosa de relajarse, siendo empujado por un viento suave; aunque había que tener cuidado, pues si se producía una fuerte ráfaga repentina, la vela sería empujada más rápido de lo que el barco se movía, hundiéndolo o haciéndolo volcar del todo. Por eso se agarraba la vela y no se metía el cabo en los “dientes de perro”, sino que se sujetaba de forma controlada hasta que llegara la ráfaga, la vela se podía, incluso hasta soltar completamente si la racha venía demasiado fuerte y se dejaba esa racha de viento pasar. La “trasluchada” era el modo de cambiar la dirección en la que viajaba el barco modificando el lado en el que estaba la vela, con el viento tras de ti, pero cuando hacías ese cambio, también podía venir una racha fuerte de viento y dar la vuelta al barco. El método más seguro era “la ceñida”, que consistía en cambiar de cara al viento. Así, se podía controlar la vela estrictamente durante el cambio para no correr peligros.
Amarré mi mochila y mi chaqueta de abrigo al mástil, y me puse un traje de neopreno corto y un chaleco salvavidas. Mientras lo hacía, recordé a mi padre amenazándome con darme una paliza si alguna vez me hacía a la mar sin vestir alguna de esas dos cosas. Lo saqué de mis pensamientos, ya que sentía que las lágrimas me sobrevenían, y ordené a Ali con aspereza que izara. Llevamos el catamarán al borde del agua. Las olas rompían en la orilla, pero no eran más que olas de Levante, mucho ruido y pocas nueces. Lo empujamos un poco. Yo me coloqué detrás, agarrando la barra trasera y preparado para poner en marcha el barco mientras Ali lo sujetaba en contra del movimiento del agua. Dejé suelta la vela, con el cabo cerca de mi mano para poder tirar de ella tan pronto como saltase a bordo. Cuando la última ola agotó toda su energía golpeando la arena, grité, “¡Ca va, ca va!”
Empujamos la embarcación contra la siguiente ola y yo salté a bordo, y cayendo tan rápido como un rayo sobre el estabilizador derecho, me senté mirando hacia la vela. Con el viento soplando desde el frontal derecho de la embarcación, desde el noroeste, tiré de la vela firmemente para que el viento la llenase, y de repente el pequeño barco surcaba majestuosamente la cresta de las olas rumbo al mar en posición de navegación “ceñida”, que es una de las más rápidas y apasionantes.
Pude oír a Ali pedir a Alá que me protegiese. “Protégelo, Alá, pues es tan solo un niño y no sabe lo que está haciendo”
Él lo sabía, sabía que este día no era igual que los demás, pero desconocía el motivo. Los musulmanes son buenas personas, como el resto, aunque también, como ocurre con el resto, los hay buenos y malos. Ali era uno de los muy buenos. Vivía solo en la playa con la única compañía de su estera para rezar, sobre la que hablaba con su Dios muchas veces cada día. En ocasiones compraba carne en la tienda para hacer kefta en una hoguera improvisada. Mi padre compraba chai nana, té con menta y pan bereber. Luego nos sentábamos bajo una manta extendida que hacía las veces de parasol en su caseta y disfrutábamos de la comida más deliciosa que habíamos probado. En aquel momento, vi cómo corría por la playa agitando y sacudiendo sus puños, al tiempo que su chilaba volaba tras él mientras corría, pero el viento se llevó sus palabras.
La embarcación se desviaba hacia un lado; presioné la caña para corregir la dirección, pero nada ocurrió. Quizá la caña estaba atascada. Entonces vi a alguien aferrándose a la parte posterior, sus puños enormes agarrados a la barra mientras era arrastrado. Parecía uno de sus compañeros africanos de la playa. La embarcación se hundía por detrás debido al peso añadido que tiraba de nosotros, y las olas estaban comenzando a zarandearnos por uno de los lados. No era más que un pequeño catamarán y las olas que debíamos superar para poder alejarnos de la costa eran grandes. Si no era capaz de hacer descender la parte delantera para encarar las olas de frente, volcaríamos. Así que, tras amarrar la vela, di un salto hacia adelante y me lancé sobre el casco de estribor como contrapeso—como si fuese un patín catalán, un velero cuyo único mecanismo direccional es el marinero empleando el peso de su propio cuerpo. Y funcionó; surcamos las olas mayores, aunque más lentamente de lo habitual. Más allá de las olas, donde la marejada era más suave y el oleaje más ancho, aflojé la tensión de la vela. El barco redujo la velocidad y el hombre escaló a bordo. Parecía bastante avergonzado de lo que había hecho y no era capaz de mirarme a los ojos.
Yo le grité, “¿Qué estás haciendo? ¿Estás loco? ¿Qué quieres?”
“Yo no hablar esa idioma. Yo hablar inglis”
Gracias a mi padre, que siempre insistió en que hablásemos inglés en casa y en que estudiásemos y leyésemos clásicos y periódicos en lengua inglesa, el idioma era para mí una lengua materna igual que el árabe y el francés.
“¿Qué quieres? ¿Por qué has subido a mi barco?”
“Me llamo William. He hecho largo viaje desde Costa de Marfil para llegar a la Europa, y este el último paso, solo me separa este poco agua. Y voy y te veo con tu mochila, y sé enseguida que vas a cruzar la Europa”
“Lo siento, amigo, será mejor que regreses a la playa. Tengo una misión, voy en búsqueda de algo, y probablemente no regresaré después de ello.” Aunque el pensamiento de que estaba siendo exagerado cruzó mi mente, sabía que me estaba hablando a mí mismo tanto como le hablaba a él, y por primera vez, me di cuenta mientras hablaba de que tras mi habitual impetuosidad me había embarcado en un viaje en el que cubriría uno de los trechos oceánicos más traicioneros del mundo. ‘Jesús, sé mi luz, ayúdame’. Murmuré, pero no debí hacerlo muy bajo pues William replicó.
“Así que somos henmanos, tú y yo. Somos henmanos. Yo también soy cristiano. Iré contigo. Juntos estaremos bien”
“¿Eres buen nadador?” Le pregunté.
“El mejó. Nado como tiburón, no preocupa tú por William. Puedo nadar sin para hasta con fuerte olas”
Me agradaba; era muy auténtico. Me vino a la mente la imagen de William en mitad del mar agarrado a un trozo de madera, así que tensé la vela e incliné el barco hacia el lado con más viento. El catamarán repentinamente quedó apoyado en un solo estabilizador; un truco que había aprendido y perfeccionado a base de práctica. De hecho, realmente podía navegar sobre un estabilizador hasta cinco minutos seguidos. William resbaló por la lona mojada y cayó al mar mientras el barco continuaba avanzando.
“¿Po qué, mi henmanooo?” gimió. “¿Por qué hace eso?”
“Porque pareces un buen hombre y no quiero cargarte en mi conciencia. Vendré a buscarte cuando regrese” le grité, sin saber si me oyó o no. Sí que sabía, no obstante, que él podía volver a alcanzar la orilla fácilmente en cuestión de minutos. Después de todo, era un nadador tan bueno “como tiburón”.
Navegué entre la bruma en dirección a España, que es el país situado más al sur dentro del continente europeo. El viento había girado ligeramente y ahora venía desde la dirección que yo estaba siguiendo, por lo que era preciso ceñir o, lo que es lo mismo, cambiar el rumbo de cuando en cuando para mantener una trayectoria medianamente recta. La gente se sorprende al saber que los veleros navegan encarados al viento que los acciona. Básicamente, es una ley sencilla de la física, de modo que cuando el viento golpea contra la vela, si esta está ligeramente inclinada hacia un lado, la energía que se supone que lo llevaría hacia atrás en realidad lo empuja hacia adelante, aunque ceñido hacia un lado, de ahí el término ceñir.
Lentamente, la bruma comenzó a desvanecerse, y yo pude divisar España a lo lejos, apareciendo y desapareciendo. El barco estaba haciendo pocos avances, pues debido al fuerte viento iba ceñido todo el tiempo. Salí de detrás del cobijo que forma la lengua de tierra que era la playa y quedé totalmente expuesto al Atlántico a mi izquierda. Ahora el oleaje era enorme, así que la tierra frente a mí en la distancia aparecía y desaparecía, pero no a causa de la bruma, que ya se había desvanecido, sino debido a los grandes abrevaderos en los que me hundía a medida que mi pequeño barco surcaba las olas. El viento era también mucho más fuerte, por lo que necesitaba estar concentrado en todo momento, lo cual resultaba bastante agotador.
Las horas pasaron. El sol estaba pegando fuerte, y me sentí agradecido de que aún no fuese verano. Comencé a tener algunas dudas; el mar era tan feroz y yo era tan diminuto. ‘No seas cobarde’, me dije a mí mismo. ‘Jesús está contigo, Dios está contigo.’ En lugar de ir hacia delante, observé que el catamarán se desplazaba hacia el oeste y, en lugar de acercarse, la tierra parecía alejarse.
El sol empezó a ponerse. Aparentemente, las aguas se calmaron un poco, en respuesta al efecto térmico, el enfriamiento del mar y la tierra frente a ellas. Súbitamente, supe que se haría de noche pronto y que estaría perdido en la oscuridad sin siquiera una linterna. Me puse mi chaqueta de abrigo, que ahora estaba húmeda, y me amarré al mástil. Tenía tanto miedo que quería llorar, pero recordé que había prometido que las lágrimas que había derramado por mi padre serían las últimas hasta llegar al lugar de la Señora al que él me había enviado. Cualquier barco de grandes dimensiones que pasara me arrollaría o me quedaría atrapado entre sus hélices. Pedí a la Señora, la madre de Jesús, que intercediera por mí para mantenerme a salvo. Me moría de frío, mis dientes castañeaban y estaba cansadísimo.
Me desperté de forma brusca dando un salto. Llovía a cántaros, diluviaba, el chorro arrastrado para formar una especie de cortina por la superficie del mar a causa del viento. Todo esto pude verlo gracias a un gran rayo de luz que atravesaba la oscuridad justamente sobre mí y me cegaba. La sirena de niebla que me había sobresaltado en mi sueño sonó nuevamente, y una vez más me espanto. Protegiendo mis ojos del rayo, divisé un cabo atado a algo serpenteante que fue lanzada por encima del agua para caer al otro lado del catamarán. Supe que estaba siendo arrastrado hacia un navío, algún tipo de gancho de sujeción o similar debía estar en el otro extremo del cabo. Un hombre agarrado a las escaleras en el lateral del otro barco me hacía gestos. Simultáneamente, una voz resonaba por un megáfono.
“Catamarán, cuando nos alcance, agarre la escalera. El marino le ayudará” Luego siguió repitiendo lo mismo una y otra vez.
Decirlo era más fácil que hacerlo. A medida que el catamarán se acercaba, la otra embarcación se tambaleaba por el fuerte oleaje. De alguna manera, logré agarrar la escalera, aunque el catamarán estampó mi pierna contra ella de forma violenta. Di un alarido, pero el hombre de la escalera ya me sujetaba y tiraba de mí por la axila, arreglándoselas para rodearme con su brazo de oso. Otros hombres me cogieron y me subieron allí donde estuviera a salvo.
Una vez dentro, alguien me quitó la ropa mojada. Aún vestía mi neopreno, así que me sequé con una toalla rígida y me acurruqué en las mantas que me proporcionaron. Bajo la manta me quité mi traje, y esto les hizo reír, haciendo comentarios en un idioma que parecía español o portugués.
“¿Está bien, chico? ¿Qué tiene escondío picha?” Todos se reían a carcajadas.
“Sí, gracias” respondí educadamente, lo que provocó que volviesen a hablar en su idioma alternándolo con frases cortas en inglés que metían en medio. Sabía que se estaban burlando de mí, pero eran hombres; hombres que trabajaban y sudaban y navegaban, que amaban a sus mujeres y a sus hijos.
“¿Cómo has llegado hasta aquí, muchacho? Estamos lejos de la playa. ¿Qué ocurre, el perkins te falló? ¿Tu motor diesel tiene problemas?” Otra vez, todos rieron con estruendo. Otro preguntó mi nombre y de dónde era. Supongo que era una novedad para ellos tener a un recién llegado a bordo, especialmente uno rescatado del océano. Un miembro de la tripulación alto y fuerte entró, y cuando dejaron de preguntarme cosas, concluí que debía ser el capitán. Él vino hasta mí, tomó mi cabeza en su enorme mano y me miró a la cara.
Con voz sonora y profunda dijo, “Mi nombre es Frank. Soy el patrón aquí. ¿Cómo te llamas?”
“Masuhun, señor. Gracias por rescatarme. No quiero parecer desagradecido, pero ¿se ha salvado mi barco?”
“Tú te has salvado y eso es todo lo que importa. Pero sí, tu barco… lanzamos varios cabos y lo hemos asegurado. Jimmy, dale al chico, Masuhun té caliente y algo de comer”
“A sus órdenes, Patrón”
“Cuando te sientas mejor, sube a verme al puente de mando, Masuhun. Quiero hablar contigo”
“A sus órdenes, Patrón” contesté.
Bueno, me dieron té, mucho té, y comida. El té sabía increíblemente bien aunque era muy distinto al té de menta Marroquí al que estaba acostumbrado. Los hombres me contaron que el té que había ganado muchas guerras, y yo les creí, aunque también supe que había provocado al menos una. El que se llamaba Jimmy echó un vistazo a mi pierna y dijo que estaba aceptable. Aplicó crema y la vendó. Después limpió la herida sobre mi ojo, le untó crema y colocó un apósito encima. Aquella herida se había producido en casa y yo ni me había enterado.
Mientras me dirigía al puente me apoyaba con fuerza en la barandilla de latón. El barco daba tumbos y hacía volar las cosas de un lado a otro. Gracias a Dios que me encontraron, de lo contrario aún estaría ahí fuera. Sentía frío y tiritaba solo de pensarlo.
El patrón estaba de pie tras una ventana con la mirada perdida en el mar. La visibilidad era buena, pues las ventanas tenían escobillas que combatían valerosamente la lluvia y el fuerte rociado marino. Pudimos ver el avance del barco contra la mar gruesa, alzando la parte delantera de forma extraordinaria para luego volver a caer en el siguiente abrevadero.
“Dime, Masuhun, ¿qué hacías navegando en un catamarán en alta mar?”
“Estaba en la playa, zarpé y debí quedarme dormido”
“Mañana, os acercaré a ti y a tu barco a las autoridades españolas, o a la policía de Gibraltar, así que si quieres ayudarme a decidir qué es lo correcto, debes decirme la verdad. ¿Dormido, dice el niño que se quedó, tú lo has oído? Mañana, ponemos en aviso a las autoridades españolas, de chulería nada”
“Hombre Frank, es un chaval” Era el timonel que habló. Podía entender más o menos las ideas claves de lo que decían, si bien parecía una mezcla de inglés y español.
“Por mu chaval que sea, coño casi naufraga, y ahora no quiere ser honesto”
Hablé, pero en voz baja, quise aclarar las cosas, pues parecía estar enfadándose mucho. “Mi padre me envió”
“No. Ningún padre te mandaría a hacer algo tan imprudente. No digas tonterías, chico”
“Él no sabía que vendría por aquí. Estaba muriéndose y me pidió que fuese a Europa a buscar a la madre”
“¿Será verdad?”
“Escúchalo, Frank joder. Allí en frente pasan muchas cosas”
“¿Cuánto hace de eso?”
“Ayer. Murió ayer. Lo mataron”
“Mierda” El patrón miró al marinero que manejaba el timón, y este le devolvió la mirada.
“No me creéis”
El patrón se sentó y sacó una pipa de su bolsillo. “Siéntate, muchacho” Me miró. “Por favor”
Luego sacó un paquete de su otro bolsillo y comenzó lenta y deliberadamente a llenar su pipa. No volvió a mirarme hasta que había terminado y la pipa echaba humo. “¿Quién lo hizo?”
“No lo sabemos. Muchos hombres; vinieron por la noche. Yo intenté detenerlos. Después llegaron los Amazigh, pero ya era demasiado tarde; él ya estaba fatalmente herido. Me pidió que encontrase a la madre. Mi abuelo me había hablado una vez de ella, y me dijo que estaba en Europa”
“¿Quiénes son los Amazigh?”
“Mi pueblo”
“¿Y a dónde irás a buscar a esta madre? ¿De quién es madre si se puede saber?”
“Es la madre del elegido. Mi nombre viene de él”
El timonel dirigió una mirada al capitán. “Patrón, creo que se refiere a María. El elegido es el Mesías, su hijo. Mesías significa el elegido. Está hablando de María y Jesús”
“Mi abuelo dice que ya nos protegió, muchos siglos atrás, durante la masacre de los cristianos. Nosotros hemos sido cristianos desde hace más de mil años, desde la época romana, desde los tiempos de Agustín de Hipona”
“Masuhun, vete ahora y duerme, pide a Jimmy que te dé una litera. Mañana decidiremos qué hacer”
Mientras me iba del puente, les oí hablar.
“¿Oye Freddy, y el Agustín de Hipona quién fue?”
Yo me marché y dormí hasta que un cambio en el movimiento del barco me despertó. Recé una oración de gratitud, pues supe que estaba en Europa y más cerca de la Madre.