Capitulo 1 – Malak:  Hija del desierto.

Pete


Extrañamente, el mar está siendo azotado por el viento; es un mar turbulento, con el ferry elevándose
ocasionalmente hasta salir del agua para, segundos más tarde, desplomarse de nuevo haciendo que todos
nos tambaleemos con él. Puedo ver a lo que el piloto se va a enfrentar durante unos breves instantes,
soportando el creciente embate del Atlántico a estribor, cambiando de dirección despacio para que el cuerpo
principal de nuestro viaje sea a lo largo de la costa norteafricana, dirigiéndose directamente, atravesándolas,
hacia las olas más pequeñas mientras avanza hacia Tánger.
Probablemente haga sol una vez que lleguemos a tierra, igual que lo hacía en España. Hay niebla
por toda la línea costera; apenas puedo distinguir las olas rompiéndose contra las rocas en Sidi Menhari.
Quizás sea yo. Me limpio la cara y los ojos con el brazo. Es incongruente para un hombre de mi vocación.
Todos mis regresos se ven arruinados del mismo modo. Todas mis llegadas a casa. Y ahora, cuando
comienzo a discernir a través de la niebla formas orientales: minaretes, edificios, y una colina con un
castillo; he regresado. En la distancia, un Imán llama a los fieles y advierto los ocasionales olores: los
buenos, los malos, los deliciosos, y los misteriosos. Lo último que recuerdo de esta tierra es besar el rostro
de un chaval que me quiso, que me apreció por un instante, y soy feliz.
Él había cruzado desde Tarifa, en la provincia de Cádiz. Solo se necesitaban treinta y cinco minutos
en el rápido ferry para salvar la distancia entre oriente y occidente, entre dos culturas y modos de vida
radicalmente diferentes. Marruecos estaba cambiando. Reflexionó que su cultura era una víctima casi
mórbida de occidente en una guerra histórica por conseguir la hegemonía mundial. Globalización. Pero a
Pete ya no le importaba un comino. Por lo que a él concernía, todo estaba podrido en cualquier lugar al que
fueras; no la gente, la gente auténtica, sino los payasos que fingían representarles.
Pasó por la aduana, pero su pasaporte ya había sido sellado a bordo, durante el cruce. Cuando salió
de los edificios portuarios a la brillante luz del sol, los guías oficiales, muchos de ellos vestidos con chilabas
amarillas y fez rojo brillante con borla dorada, ofrecían sus tours Ali Babá de la ciudad y sus alrededores.
Su eslogan era que trabajaban para el gobierno; a Pete le asombraba lo ingenua que era la gente.
Se abrió camino a través de la falange de guías que esperaban, conductores sacudiendo letreros
ofreciendo sus servicios, y una flotilla de taxis, y luego giró hacia el embarcadero comercial para pasar
entre los muchos camiones articulados aparcados allí, bajando hacia una improvisada cafetería de aspecto
destartalado al final del muelle. Se sentó y pidió comida. Medio dormido, miraba con un ojo abierto y el
otro cerrado contra el sol y contra el mundo, rechazándolos, pero receloso como un mastín siempre
vigilante. Los sonidos cercanos le llegaban como una realidad amortiguada, y los más lejanos eran
percibidos como un murmullo que flotaba perezosamente en el letárgico calor del día. El ocasional barco
llegaba o se marchaba, o simplemente los trabajadores se movían lentamente por allí, probablemente
recibían salarios radicalmente bajos.
Una lancha motora inusualmente grande giró para entrar en la inmediata zona de muelles y,
apagando el motor, se deslizó hacia un embarcadero con escalones que subían hacia el muelle. La
tripulación la manejaba silenciosamente, usando bicheros para tirar y anclarla, mientras que un quinto
ocupante recogía sus pertenencias y se preparaba para desembarcar. El hombre salió del barco de un salto.
Al aterrizar, la rodilla pareció fallarle, así que se tiró de lado, probablemente para evitar el agudo dolor que
le subía por la pierna. Cayó sobre la superficie de piedra del mismo modo que lo hacen los atletas y, antes
de que nadie pudiera reaccionar, había recuperado su postura y semblante, de modo que parecía como si no
hubiera sucedido nada. Se colgó el petate al hombro y se alejó rápidamente, aunque, bajo escrutinio, era
visible que caminaba cojeando. Solo una cojera diminuta.
La comida llegó: una hogaza redonda de pan bereber, sin levadura y chamuscada, y un plato hondo
desportillado lleno de humeante sémola y garbanzos. Pete dejó el periódico que había estado leyendo en el
banco junto a donde estaba sentado.
––Bismillah1
.
1 Nota.: Buen provecho.
––Shucran––. Le dio las gracias al camarero educadamente, inclinando la cabeza, y partió el pan.
Era un abrasador día africano. Pete aceptaba el sofocante sol semi-sahariano como lo hacían los
lugareños. Era la voluntad de Alá, como lo eran el polvo, la suciedad, la interminable atención de las
moscas, y los mocosos de cuatro y cinco años que alargaban sus pequeñas manos con picardía, y quienes
le maldecían alegremente si se negaba a darles dinero y les decía que se largaran. El hecho de que le
hubieran acabado de servir una comida apetitosa digna de un rey en una cafetería-chabola del muelle que
apenas parecía existir también daba la impresión de ser obra de la divina providencia.
La lancha desde la que el hombre había saltado hacía tiempo que había desaparecido en la
resplandeciente neblina que cubría la bahía, partiendo como en dirección a la costa española y la cercana
Tarifa, pero había girado bruscamente en redondo, salpicando una bruma de sal y espuma para poner rumbo
a Sidi Menhari en la costa marroquí. Una lujosa lancha motora, equipada con cuatro grandes motores
fueraborda. Pete no era un experto, pero doscientos caballos de potencia por motor le parecían mucha
velocidad para pescar. Y los jóvenes que la manejaban eran, quizás, policías, militares, o incluso
contrabandistas, pero con toda seguridad no eran trabajadores. Esta parte del puerto estaba llena de
camiones, muchos de sus conductores sentados en la chabola comiendo cuscús y tajine. Había alemanes y
españoles. Franceses y hombres llegados de toda Europa y el norte de África. Todos llevando sus cargas
dentro y fuera del vasto continente africano.
Pete se puso de pie y se estiró. Era temprano por la tarde, un buen momento para dar un paseo y
ayudar a hacer la digestión. Miró hacia la cuesta que llevaba a la Kasbah. Salía del puerto y se adentraba
en la oscuridad del arco árabe que era la entrada al zoco. El arco también servía de hogar para varias tiendas
pequeñas bajo su clemente sombra; algunas vendían Halwa, los tradicionales dulces marroquíes de
almendras, y otras vendían Caliente, una sabrosa comida salada parecida al pan y servida en una gran
bandeja redonda. Pete subió la colina y se protegió del abrasador sol a la sombra de la arcada. La carretera
se bifurcaba hacia la izquierda, subiendo por delante de la mezquita Moulay Ibrahim hacia el Zoco Chico,
y hacia la derecha por una estrecha y laberíntica carretera que serpenteaba por debajo de arcos más
pequeños.
Hacía muchos años, Pete había ido al bar, o tetería, cuando salió del hospital. Debilitado, confuso,
y perdido, con tendencia a emocionarse. Se había sentado, agotado, en medio de las jaulas de canarios que
colgaban de las paredes blancas por todo el exterior del bar. Completamente exhausto, Pete entró en trance,
con el gorjeo de los pájaros y la suave brisa que soplaba hacia el zoco aliviando su espíritu atormentado.
Después de que pasara algo de tiempo, el camarero se dio cuenta de su presencia, como resultado
de que surgiera una discusión a gritos. Un hombre que olía fuertemente a marihuana se le acercó, con una
larga chilaba roja cubriendo su pequeño cuerpo delgado. Parecía un personaje sacado del cuadro de Repin
“Cosacos Zaporogos escribiendo una carta al Sultán”, astuto, malvado, y con ojos que se movían rápidos
como los de un pájaro.
––¿Qué quieres, amigo mío?–– Simplemente miró a Pete. No recibió respuesta y se detuvo a leer la
expresión en sus ojos, su rostro demacrado. ––Te traeré chai, chai nana2––.
Envió a un niño a buscar seis pedazos de Halva y los colocó para él en un pequeño plato de latón.
Cuando Pete despertó mucho más tarde sentado entre los pájaros, el hombre, Abdul, todavía seguía allí,
observándole. Le llevó a una pensión cercana. Se negaron a aceptar el pago del chai de esa mañana, y cada
día, cuando iba a sentarse allí, continuaban negándose. Habían pasado los años y descubrió que siempre
volvía allí sin ni siquiera pensarlo, sin darse cuenta, cada vez que llegaba al puerto. No era que nadie le
diera la bienvenida. Él solo llegaba y se sentaba. Entonces ellos le servían chai y, poco a poco, los hombres
le decían hola, le estrechaban la mano. Después de todo, él no era del barrio sino un forastero. Pete deseaba
hacer algo auténtico para ayudar. Se había pasado la vida ayudando, pero le habían engañado y él lo había
consentido hasta que fue tan obvio que le daban arcadas. Había otros lugares donde le hubiera gustado
ayudar más que allí, pero ahora estaba en ese lugar. Quizás su granito de arena sería un comienzo. Quien
sabe, probablemente Alá le mostraría qué hacer; él es quien manda aquí.
Esta vez fue como todas las veces anteriores. Excepto que fue muchos años después. El interior lleno
de hombres y conversaciones ruidosas. Pete echó un vistazo dentro y le miraron inquisitivamente, sin
sonreírle; él frunció el ceño, pero ni una sola cara le resultaba conocida. Todos los asientos estaban
2 Nota. El té de menta tradicional de Marruecos.
ocupados menos la silla donde el dueño se sentaba normalmente. Salió retrocediendo y se sentó en el que
había sido su lugar habitual contra la pared blanca.
Un rostro familiar se agachó para mirarle. ––Hola, mi amigo, te ves bien. ¿Dónde has estado tanto
tiempo?–– Pete se incorporó, pero el hombre le silenció con un gesto. ––Están planeando algo.
Según la experiencia de Pete, Abdul tenía tendencia a hablar con cautela, a dramatizarlo todo. Tenía
cierto aire a villano de pega, así que Pete, sin poder evitarlo, siempre estaba entretenido.
––Más nos vale estar aquí con los pájaros. Esta gente… No son del barrio––. Se inclinó susurrando.
––Son gente de tráfico––. Los años no le habían cambiado.
––¿Te refieres a que son policías?
Él se rio, resollando, con complicidad, mostrando su único diente.
–No, no la policía, nunca la policía. Gente de tráfico, drogas ––susurró con urgencia. ––Están
esperando a alguien, alguien grande y peligroso. Más vale no mirar cuando esta persona viene. Desvía la
cabeza, no mires.
Así que Pete miró hacia otro lado, como hacían Abdul y los otros sentados fuera. Todo el mundo
miraba atentamente a los canarios. Él miró cuidadosamente por el rabillo del ojo cuando un grupo de
hombres fornidos caminaron rápidamente hacia el bar.
––¿Qué es esto, Abdul? Es ridículo. No voy a desviar la mirada. No es que sea el rey ni nada de eso.
¡Abdul! Mírame, para ya––. Abdul miró alrededor despacio y sonrió avergonzadamente. ––Vale, tienes
razón. Monté una película en mi cabeza, pero toda la gente aquí hace eso. No son hombres buenos.
Justo entonces un último hombre se acercó caminando hacia nosotros, hacia el bar. Era esbelto,
informalmente vestido con sudadera de diseño, vaqueros, y zapatillas Nike. Al acercarse, les sonrió.
––Salaam Aleikum, la bas alek3 ––dijo mientras se ponía la mano sobre el corazón para luego subirla
a la frente, tocándosela con la palma de la mano, y luego enviando la mano a los cielos, a Alá.
––Aleikum salaam, Alhamdulillah ––respondieron al unísono, y él completó el saludo.
––Alhamdullah––. Luego entró en el café. Abdul miró a Pete con resignación y se encogió de
hombros.
––Ese, amigo mío, era el hombre que no quería que vieras. Es como Shaitan, como Satanás.
––Pero ya le he visto antes ––replicó Pete. ––Tenía la más leve de las cojeras, lo cual me recuerda
que fue él el hombre que saltó de aquel barco.
Mientras subían caminando la colina pasando el Zoco Chico, la noche empezó a caer y el fuerte
lamento discordante de los muecines comenzó, aumentando de velocidad de un modo que recordaba a un
tocadiscos de los años veinte. La calle del zoco estaba abarrotada, y la llamada a la oración no había tenido
ningún efecto en la vibrante colmena de actividad. Esquivaron motocicletas y carretillas, incluso una
furgoneta pequeña que, sin ningún pudor, pasaba a toda velocidad entre las tiendas, segura de que la
multitud de peatones se apartaría de algún modo. Abdul solo se echó a un lado sin siquiera pensarlo mientras
saludaba simultáneamente a todos los dueños de las tiendas que estaban preparados para abalanzarse sobre
cada turista que pasara por allí. Pete hizo todo lo posible por evitar los intentos de Abdul de presentarle a
la calle entera. Fue un alivio llegar al Zoco Grande y subir a un pequeño taxi que le llevara al Hotel Wadi
al Quibir.
Abdul le estrechó la mano al otro lado de la calle del hotel. Como siempre, parecía poco dispuesto
a acercarse demasiado a la entrada. ¿Le disgustaba ser visto con un extranjero? Pete tenía la teoría de que
quizás se viera a sí mismo como un hombre de aspecto sospechoso. Abdul, a decir verdad, encajaba
3 Nota.: Saludo tradicional árabe.
idealmente en el perfil, aunque más tarde se supo que el portero jefe era un primo lejano. Tras los salaams
para todo el mundo, Pete subió a su habitación habitual: grande, luminosa, espaciosa, con una escalera
metálica que bajaba a la piscina sobre la que asomaba. Era una vieja propiedad y disfrutaba del encanto de
un hotel típico de la zona y época. Desde la recepción hasta un enorme salón con los muros originales,
sofás, y alfombras aún intactos. Los botones iban uniformados con pantalones y camisas amarillas, con un
fez rojo colocado informalmente sobre sus cabezas; era como si hubieran salido de una película ambientada
en la época colonial.
Las puertas francesas del salón estaban habitualmente abiertas para que los huéspedes pudieran salir
y disfrutar del fresco de la noche, sentados a sus mesas apreciando la brisa que soplaba desde la vieja piscina
y los jardines, disfrutando de los aromas liberados por los jazmines. El césped y los parterres de flores eran
amorosamente cuidados por un viejo jardinero que recordaba las visitas de los sultanes. Sus nietos venían
a menudo a jugar en la piscina mientras Pete se tumbaba a leer sobre la hierba. Los niños eran vivarachos
pero respetuosos, como lo eran la mayoría de los chavalines que conocía de vez en cuando, haciendo que
fueran un placer para los oídos de Pete y algo fácil con lo que convivir.
Pete se tumbó de espaldas sobre la gran cama, sus miembros estirados en cruz, solo escuchando el
zumbido de actividad de las calles de abajo. Los olores de Marruecos a madreselva y azahar le llegaban
desde los jardines en la refrescante brisa nocturna. De repente se sintió excitado. Había vuelto.
Durante un día se paseó despreocupadamente por la antigua ciudad comprando baratijas, pero solo
tras pasarse horas regateando los precios. Algunas veces se marchaba de una tienda, solo para volver dos
horas más tarde para hacerles una oferta ligeramente más alta. Solo para hacerle saber al dependiente que
no tenía prisa, que no iba a ir a ninguna parte, y que, sí, compraría, pero a un precio justo.
El dueño de una tienda, con patente insolencia en su sonrisa burlona, le dijo: ––Señor, ya no está
disponible.
No le ofreció más explicación. Pete agachó la cabeza humildemente. ––Es la voluntad de Alá,
démosle gracias y alabanzas.
El dueño de la tienda se quedó asombrado por la humildad del otro, tan atípica de un occidental.
Frunció el ceño pensativamente, cambió la expresión de su rostro, y tartamudeó: ––Oh, lo siento mucho.
Hay un error––. Le gritó palabras en árabe a un asombrado ayudante. ––Ahmed, ¿por qué me dijiste que
las piedras Gnaua, las de la cuerda, habían sido vendidas, bobo?
Mirándome, dijo en francés: ––C’est pas le couteau le plus afile du tiroir4
.
Ahmed nos miraba con una expresión de total asombro en su rostro. Muchos segundos más tarde,
pareció darse cuenta y entonces se apresuró a buscar y presentar unas zapatillas. El dueño de la tienda,
incrédulo, empezó a chillar y a pegarle en la cabeza con las zapatillas mientras desaparecían en la trastienda.
––Perdóneme, su Excelencia ––le aduló el arrepentido y sometido Ahmed a un paciente Pete, quien
ahora estaba sentado cómodamente, disfrutando de un vaso de chai nana que había aparecido
milagrosamente para su disfrute mientras esperaba. ––Inshallah, las piedras estarán aquí ––gimoteó
mientras hacía como si rebuscara. Cuando las piedras fueron presentadas finalmente, Pete las inspeccionó
para asegurarse de que fueran las mismas que había visto antes.
El dueño de la tienda insistió: ––Sí, amigo mío, son las piedras sobre las que acordamos el precio
de dos mil dírhams.
––Ofrecí cincuenta dírhams. Luego pediste mil novecientos. Dijiste que Gnaua son muy raras ahora,
no como en los años sesenta. Llegados a ese punto, me marché a atender asuntos más urgentes a pesar de
tus ofertas para seguir negociando el precio. Y ahora he vuelto y me siento inclinado a pagarte cien dírhams
por las piedras, aún cuando me parece un precio elevado.
––Haré algo especial para ti, amigo mío, ya que has sido visitante y amigo de la ciudad durante
tantos años. Ahmed, dame las piedras. Toma, cógelas, y estas zapatillas de auténtico cuero hechas a mano
4 N.: “No es el cuchillo más afilado del cajón”. En referencia a que el ayudante no es muy espabilado.
para tu comodidad, y dame solo mil dírhams. Tendré una pelea con mis hermanos por esto, pero lo haré por
ti.
El dueño de la tienda salió a la calle, pero Ahmed entraba y salía. Podía oírles conversar; decían
algo sobre el “jamal”, su palabra para camello. Sonriendo, sabiendo que él, Pete, era el camello, casi pudo
oír al dueño decir: ––Bueno, ¿el camello va a soltar la pasta o no?
En España, Pete era “el guiri” o “el pájaro”. Se puso de pie despacio. ––Muchas gracias por vuestra
hospitalidad. Tengo asuntos más urgentes y debo marcharme.
––No, no, por favor. Dime tu precio final.
––No, en serio que hay personas esperándome para que firme un documento. Realmente debo
marcharme.
––Vale, vale, dame quinientos dírhams.
––Te daré trescientos, incluyendo las zapatillas.
Pete hizo ademán de marcharse sin decir palabra.
––Vale, vale, dame la mano. Trescientos dírhams. Me estás arruinando.
“Bueno, el camello ha resultado ser un camello cruel, un camello duro de roer.”
Esperó en silencio a que le tendieran las piedras. Luego las zapatillas fueron presentadas con mucho
encogimiento de hombros y patente resignación.
Bajó caminando por el callejón, sus nuevas adquisiciones en una bolsa negra de plástico, mientras
pensaba en voz alta: ––Apuesto a que me han timado de todos modos. Probablemente podría haberles
ganado la mano con cien dírhams. Apuesto a que se están frotando las manos de alegría, riéndose de buena
gana el dueño con ese tal Ahmed. Aaah, Ahmed, al final todos son “jamal”.
Intentó ignorar las habilidades como conductor de Abdelkader mientras salían de Tánger, sorteando el
tráfico de la hora punta temprano por la mañana. Ansioso por comenzar, iba navegando por la magia de
Marruecos sin rumbo, sin un trayecto planeado. Solo viajar, ver, y parar cuando sintiera la necesidad de
comer, dormir, o estar entre personas.
En un viejo y vapuleado taxi Mercedes conducido por otro de los primos de Abdul: Abdelkader.
Hacia arriba, pasando California y el palacio del rey, luego atravesando los ancestrales pinos de Smillet.
Allí, la vieja carretera colonial de Sidi Masmouti se une a la carretera nueva. A la derecha está el Atlántico
y, cerniéndose en la distancia, la inconfundible silueta de la nostalgia del antiguo imperio: Gibraltar, la
Roca. Las señales de la carretera en árabe y europeo anuncian la inminente aparición del faro de Cabo
Espartel y las cuevas de Hércules.
El coche se detuvo de repente, con Abdelkader gesticulando y explicándole a Pete en árabe que el
viento había sacado de la carretera un vehículo de tres ruedas, atascándose en la enorme boca de tormenta.
Pete lo averiguó por sí mismo, ya que su conocimiento del dialecto local estaba bastante oxidado. Seguía
prometiendo ir a clases durante un mes en Fez como signo de respeto. Se dirigió a la boca de tormenta,
donde intentó ayudar al asombrado y, quizás, conmocionado conductor. Abdelkader seguía gritando, a
veces por teléfono y otras veces a ellos. El conductor preguntó por qué estaba Abdelkader tan disgustado;
después de todo, era él quien había sufrido el accidente. Miró a Pete directamente a la cara, arrugando la
suya.
––¿Cree que quizás esté loco?
––Tal vez. Tenía mis sospechas cuando le escuché rechinar los dientes bien fuerte mientras
conducía.
––¿Quién sabe? Puede que un perro le haya mordido, o a lo mejor su mujer le ha echado de casa
––se burló el hombre.
La ambulancia llegó; un vehículo muy elegante con dos médicos uniformados y muy eficientes.
––¿Por qué se está riendo?
––Quizás sea el shock ––dijo Pete.
A las afueras de Asilah, el conductor redujo la velocidad y aparcó. Cogió su alfombrilla de oración y la
extendió sobre el pavimento junto al coche, concentrándose en sus oraciones. Los olores de carne
cocinándose, pan recién hecho, especias, nana5
le llegaban ocasionalmente con la brisa. Era un aroma
embriagador y Pete se sintió muerto de hambre de repente. Siguió su nariz hasta un extremo de la plaza
donde la gente estaba dispersa, sentada alrededor de mesas dispuestas junto a las paredes de los descuidados
parterres de flores, y no en un café en particular. Un lugareño se acercó. Una de las maravillas de Marruecos
es que siempre hay un guía multilingüe donde quiera que vayas. Hay que pagarles, pero la inversión merece
la pena. Se materializan saliendo de entre la multitud o de los callejones por todas partes, y se pegan como
sanguijuelas a sus clientes elegidos.
––Hola, yo traduciré.
Pete le ignoró.
––Compra el cordero en la carnicería. Pide que te lo piquen una vez, solo una vez, no más. ¡Ahora!
Dame un euro, solo uno.
––No eres muy tímido, ¿verdad? Más rápido que un rumano tocando el acordeón. Tres acordes y
ya sacan el sombrero.
Pete entró en la carnicería. El hombre tras el mostrador le ignoró, así que el nuevo amigo de Pete
pidió en árabe. Pete prefirió ocultar su conocimiento del idioma.
Él le dijo a Pete: ––Un kilo he pedido, ¿vale? Y no soy rumano. Soy marroquí.
––Claro.
Más palabras en árabe, muy guturales, de sonido agresivo; pero es que todo sonaba agresivo. ––
¿Va todo bien? ––preguntó Pete.
––Sí, bien. Yo le digo que eres viejo amigo, para que no nos engañe.
––¿Entonces la próxima vez que venga solo me engañará? Es bueno saberlo.
––No, no. Él recuerda tu cara. Siempre te dará lo bueno ahora. Tienes suerte. Yo te doy suerte.
Aromas y humo emanaban desde un improvisado mostrador al aire libre, tras el cual había varias
bandejas llenas de ceniza y brasas ardiendo. El chef, un anciano con turbante, manejaba todas las muchas
brochetas cargadas con howli6
, las cuales creaban nubes de humo y chispas cuando les daba la vuelta a las
brochetas por el lado sin cocinar y las dejaba caer sobre los carbones.
––Ten cuidado. Observa sus manos para que no cambie una carne por otra.
¿El del turbante lo entendió? De repente emitió una larga retahíla en gutural Darija, uno de los
dialectos locales de la lengua árabe, con ojos furiosos y sacudiendo un puñado de brochetas. Menos mal
que estaba cocinando o ya estaría escupiendo.
––¿Qué?
5 N.: Nana es menta.
6 N. de la T.: Howli significa cordero.
––Solo está preguntando si quieres kefta. No todo el mundo quiere kefta; algunos toman kebabs.
Ahora bien, una vez que tengamos nuestros pasteles kefta, podemos ir a la panadería. Por favor, no te
preocupes, él está limpio y todos los gérmenes morirán en el fuego.
En la localidad de Lamalai, un antiguo fuerte español, Pete hizo que el conductor girara a la derecha,
atravesando el antiguo puerto y bajando hacia la plaza española junto al mar, el zoco, y la medina. Estaba
tumbado en el asiento, los kebabs y el pan bereber junto a él. Fue mientras estaba allí en la improvisada
cocina al aire libre que la culpa, la tristeza, y su resultante agotamiento habían llegado. Sin pedirlo. Como
era su costumbre.
Cuando llegaron a la plaza, el conductor Abdelkader y otros que vinieron corriendo a ayudar le
llevaron casi en volandas. Caminó lo mejor que pudo, y muchas manos le mantenían erguido. Siempre le
impresionaba ver como la brutalidad que era tan predominante en todo momento se convertía de repente en
delicadeza y amabilidad. Pero quizás fuera solo porque era un extraño, y encima extranjero. La idea cruzó
su desconcertada mente y la desechó; sus demonios siempre estaban presentes. ¿Cuándo volvería a ser
capaz de aceptar las cosas conforme pasaban? La amabilidad, las cosas buenas al menos. Dejar de
cuestionar los porqués y los motivos. Pasó trastabillando por la medina, el grupo que le llevaba apenas
evitando los puestos que vendían fruta, carne, y pescado.
––Latifa –dijo, hablando como en sueños. ––Latifa.
––Sí, sí, Latifa––. Ellos la conocían. ––Latifa, Latifa ––coreaban y reían con tono chillón. De qué
se reían, Pete no tenía ni idea.
Se detuvieron. Un revoltoso grupo de hombres sosteniendo a uno que parecía un gigante borracho
entre ellos. Preguntaron en el quiosco; allí la conocían, sí. Un niño conocía su puerta, luego otros niños más
empezaron a guiar al grupo, con Pete balanceándose en el centro, sin ver ni oír, solo consciente de la negra
neblina, la oscuridad a través de la que podía ver, pero que era todo de lo que podía ser consciente. Los
niños corrían delante y le tiraban de los brazos, mientras otros llamaban a una puerta. Y luego Latifa estaba
allí y les hizo llevarle al piso de arriba.
Al cabo de un tiempo se dio cuenta de donde estaba. Ella le trajo té y le tapó con una manta.
Despacio, la neblina empezó a dispersarse, la tristeza empezó a irse, pero se quedó preocupado, como
siempre tras la depresión. Preocupado porque no tenía el control

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