Malak
Hija del desierto
Paul O’Garra
Todos los derechos reservados.
Paul O’Garra 2018
El derecho de Paul O’Garra a ser identificado como el autor de esta obra ha sido confirmado según la sección 77 de la ley de Patentes y Diseños de Copyright de 1988.
Malak fue registrado en el Servicio de Copyright del Reino Unido en 2017, y el propietario del copyright está registrado como Paul
O’Garra. Permanecerá en los registros como prueba de Copyright.
Esta es una obra de ficción. Nombres, personajes, negocios, lugares, eventos, e incidentes son producto de la imaginación del
autor o han sido ficcionalizados. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, así como con sucesos reales, es pura coincidencia.
En memoria de mis padres: Louis O’Garra (Director de Colegio) y Teresita O’Garra Azzopardi.
Nos dieron una hermosa y rica infancia, la cual nos proporcionó los cimientos de una vida diversa y fructífera.
También dedicado con todo mi agradecimiento:
A aquellos individuos que me dieron tanto a lo largo de los años desde mi primer susto con el cáncer.
Juan Bautista Cano Cobos, amigo y abogado.
María Yanes, mi economista, y una buena amiga.
Dr. José Manuel Cobo Dols, mi oncólogo y buen amigo.
Dr. Javier Guerrero, mi médico y buen amigo.
Rashid Hossain un amigo de verdad.
Lista de Personajes.
Masuhun, también conocido como Moon, maestro de inglés en colegios tanto cristianos como musulmanes.
Afra, padre de Masuhun. Kella, su madre. Tanamart, su hermana. Saul, su hermano pequeño. Fátima, la cocinera. Tintziri, un pariente lejano que ayuda en la casa.
Malak, una luchadora niña pequeña que vive en la pobreza.
Murdiyyah, hermana de Malak.
Tanirt, madre de Malak.
Mohammed, padre de Malak, quien es un borracho y un maltratador.
Jeeda Hazzah, estricta madre de Mohammed y la querida abuela de Malak.
Rubén, el inusual amigo inglés de Moon.
Pete, un extraño que se interesa por Malak.
Latifa, amiga de Pete y de la maltratada familia de Malak.
El Jeque, el archicriminal que cojea.
Phoenix, empleado del Jeque y conductor de su barco.
Khizr Chenouali, Mayor General del ejército, miembro de los batallones de paracaidistas.
Capitán Hannachi (hadji Hadji), asistente del General.
Omar Chenouali, hijo del General.
Ferhat, amigo del colegio de Chenouali.
Rania, hermana de Ferhat, esposa infantil de Chenouali, madre de Omar.
Farid, Sargento de los paracaidistas. Su esposa Hafida, y sus hijos Khalil, Sami, Meriem, y Farid.
Usman Dan Hilderica. Padre de Tanirt. Abuelo de Malak y Murdiyyah.
Salaheddin. Amigo de Tanirt, miembro de la tribu Tuareg.
Modibo, miembro de la tribu, a quien Pete conoce en el desierto. Su hermano Mamadou. Askiya, la curandera de la tribu.
Capítulo Uno Pete
Extrañamente, el mar está siendo azotado por el viento; es un mar turbulento, con el ferry elevándose ocasionalmente hasta salir del agua para, segundos más tarde, desplomarse de nuevo haciendo que todos nos tambaleemos con él. Puedo ver a lo que el piloto se va a enfrentar durante unos breves instantes, soportando el creciente embate del Atlántico a estribor, cambiando de dirección despacio para que el cuerpo principal de nuestro viaje sea a lo largo de la costa norteafricana, dirigiéndose directamente, atravesándolas, hacia las olas más pequeñas mientras avanza hacia Tánger.
Probablemente haga sol una vez que lleguemos a tierra, igual que lo hacía en España. Hay niebla por toda la línea costera; apenas puedo distinguir las olas rompiéndose contra las rocas en Sidi Menhari. Quizás sea yo. Me limpio la cara y los ojos con el brazo. Es incongruente para un hombre de mi vocación. Todos mis regresos se ven arruinados del mismo modo. Todas mis llegadas a casa. Y ahora, cuando comienzo a discernir a través de la niebla formas orientales: minaretes, edificios, y una colina con un castillo; he regresado. En la distancia, un Imán llama a los fieles y advierto los ocasionales olores: los buenos, los malos, los deliciosos, y los misteriosos. Lo último que recuerdo de esta tierra es besar el rostro de un chaval que me quiso, que me apreció por un instante, y soy feliz.
Él había cruzado desde Tarifa, en la provincia de Cádiz. Solo se necesitaban treinta y cinco minutos en el rápido ferry para salvar la distancia entre oriente y occidente, entre dos culturas y modos de vida radicalmente diferentes. Marruecos estaba cambiando. Reflexionó que su cultura era una víctima casi mórbida de occidente en una guerra histórica por conseguir la hegemonía mundial. Globalización. Pero a Pete ya no le importaba un comino. Por lo que a él concernía, todo estaba podrido en cualquier lugar al que fueras; no la gente, la gente auténtica, sino los payasos que fingían representarles.
Pasó por la aduana, pero su pasaporte ya había sido sellado a bordo, durante el cruce. Cuando salió de los edificios portuarios a la brillante luz del sol, los guías oficiales, muchos de ellos vestidos con chilabas amarillas y fez rojo brillante con borla dorada, ofrecían sus tours Ali Babá de la ciudad y sus alrededores. Su eslogan era que trabajaban para el gobierno; a Pete le asombraba lo ingenua que era la gente.
Se abrió camino a través de la falange de guías que esperaban, conductores sacudiendo letreros ofreciendo sus servicios, y una flotilla de taxis, y luego giró hacia el embarcadero comercial para pasar entre los muchos camiones articulados aparcados allí, bajando hacia una improvisada cafetería de aspecto destartalado al final del muelle. Se sentó y pidió comida. Medio dormido, miraba con un ojo abierto y el otro cerrado contra el sol y contra el mundo, rechazándolos, pero receloso como un mastín siempre vigilante. Los sonidos cercanos le llegaban como una realidad amortiguada, y los más lejanos eran percibidos como un murmullo que flotaba perezosamente en el letárgico calor del día. El ocasional barco llegaba o se marchaba, o simplemente los trabajadores se movían lentamente por allí, probablemente recibían salarios radicalmente bajos.
Una lancha motora inusualmente grande giró para entrar en la inmediata zona de muelles y, apagando el motor, se deslizó hacia un embarcadero con escalones que subían hacia el muelle. La tripulación la manejaba silenciosamente, usando bicheros para tirar y anclarla, mientras que un quinto ocupante recogía sus pertenencias y se preparaba para desembarcar. El hombre salió del barco de un salto. Al aterrizar, la rodilla pareció fallarle, así que se tiró de lado, probablemente para evitar el agudo dolor que le subía por la pierna. Cayó sobre la superficie de piedra del mismo modo que lo hacen los atletas y, antes de que nadie pudiera reaccionar, había recuperado su postura y semblante, de modo que parecía como si no hubiera sucedido nada. Se colgó el petate al hombro y se alejó rápidamente, aunque, bajo escrutinio, era visible que caminaba cojeando. Solo una cojera diminuta.
La comida llegó: una hogaza redonda de pan bereber, sin levadura y chamuscada, y un plato hondo desportillado lleno de humeante sémola y garbanzos. Pete dejó el periódico que había estado leyendo en el banco junto a donde estaba sentado.
––Bismillah[1].
––Shucran––. Le dio las gracias al camarero educadamente, inclinando la cabeza, y partió el pan.
Era un abrasador día africano. Pete aceptaba el sofocante sol semi-sahariano como lo hacían los lugareños. Era la voluntad de Alá, como lo eran el polvo, la suciedad, la interminable atención de las moscas, y los mocosos de cuatro y cinco años que alargaban sus pequeñas manos con picardía, y quienes le maldecían alegremente si se negaba a darles dinero y les decía que se largaran. El hecho de que le hubieran acabado de servir una comida apetitosa digna de un rey en una cafetería-chabola del muelle que apenas parecía existir también daba la impresión de ser obra de la divina providencia.
La lancha desde la que el hombre había saltado hacía tiempo que había desaparecido en la resplandeciente neblina que cubría la bahía, partiendo como en dirección a la costa española y la cercana Tarifa, pero había girado bruscamente en redondo, salpicando una bruma de sal y espuma para poner rumbo a Sidi Menhari en la costa marroquí. Una lujosa lancha motora, equipada con cuatro grandes motores fueraborda. Pete no era un experto, pero doscientos caballos de potencia por motor le parecían mucha velocidad para pescar. Y los jóvenes que la manejaban eran, quizás, policías, militares, o incluso contrabandistas, pero con toda seguridad no eran trabajadores. Esta parte del puerto estaba llena de camiones, muchos de sus conductores sentados en la chabola comiendo cuscús y tajine. Había alemanes y españoles. Franceses y hombres llegados de toda Europa y el norte de África. Todos llevando sus cargas dentro y fuera del vasto continente africano.
Pete se puso de pie y se estiró. Era temprano por la tarde, un buen momento para dar un paseo y ayudar a hacer la digestión. Miró hacia la cuesta que llevaba a la Kasbah. Salía del puerto y se adentraba en la oscuridad del arco árabe que era la entrada al zoco. El arco también servía de hogar para varias tiendas pequeñas bajo su clemente sombra; algunas vendían Halwa, los tradicionales dulces marroquíes de almendras, y otras vendían Caliente, una sabrosa comida salada parecida al pan y servida en una gran bandeja redonda. Pete subió la colina y se protegió del abrasador sol a la sombra de la arcada. La carretera se
bifurcaba hacia la izquierda, subiendo por delante de la mezquita Moulay Ibrahim hacia el Zoco Chico, y hacia la derecha por una estrecha y laberíntica carretera que serpenteaba por debajo de arcos más pequeños.
Hacía muchos años, Pete había ido al bar, o tetería, cuando salió del hospital. Debilitado, confuso, y perdido, con tendencia a emocionarse. Se había sentado, agotado, en medio de las jaulas de canarios que colgaban de las paredes blancas por todo el exterior del bar. Completamente exhausto, Pete entró en trance, con el gorjeo de los pájaros y la suave brisa que soplaba hacia el zoco aliviando su espíritu atormentado.
Después de que pasara algo de tiempo, el camarero se dio cuenta de su presencia, como resultado de que surgiera una discusión a gritos. Un hombre que olía fuertemente a marihuana se le acercó, con una larga chilaba roja cubriendo su pequeño cuerpo delgado. Parecía un personaje sacado del cuadro de Repin “Cosacos Zaporogos escribiendo una carta al Sultán”, astuto, malvado, y con ojos que se movían rápidos como los de un pájaro.
––¿Qué quieres, amigo mío?–– Simplemente miró a Pete. No recibió respuesta y se detuvo a leer la expresión en sus ojos, su rostro demacrado. ––Te traeré chai, chai nana[2]––.
Envió a un niño a buscar seis pedazos de Halva y los colocó para él en un pequeño plato de latón. Cuando Pete despertó mucho más tarde sentado entre los pájaros, el hombre, Abdul, todavía seguía allí, observándole. Le llevó a una pensión cercana. Se negaron a aceptar el pago del chai de esa mañana, y cada día, cuando iba a sentarse allí, continuaban negándose. Habían pasado los años y descubrió que siempre volvía allí sin ni siquiera pensarlo, sin darse cuenta, cada vez que llegaba al puerto. No era que nadie le diera la bienvenida. Él solo llegaba y se sentaba. Entonces ellos le servían chai y, poco a poco, los hombres le decían hola, le estrechaban la mano. Después de todo, él no era del barrio sino un forastero. Pete deseaba hacer algo auténtico para ayudar. Se había pasado la vida ayudando, pero le habían engañado y él lo había consentido hasta que fue tan obvio que le daban arcadas. Había otros lugares donde le hubiera gustado ayudar más que allí, pero ahora estaba
en ese lugar. Quizás su granito de arena sería un comienzo. Quien sabe, probablemente Alá le mostraría qué hacer; él es quien manda aquí.
Esta vez fue como todas las veces anteriores. Excepto que fue muchos años después. El interior lleno de hombres y conversaciones ruidosas. Pete echó un vistazo dentro y le miraron inquisitivamente, sin sonreírle; él frunció el ceño, pero ni una sola cara le resultaba conocida. Todos los asientos estaban ocupados menos la silla donde el dueño se sentaba normalmente. Salió retrocediendo y se sentó en el que había sido su lugar habitual contra la pared blanca.
Un rostro familiar se agachó para mirarle. ––Hola, mi amigo, te ves bien. ¿Dónde has estado tanto tiempo?–– Pete se incorporó, pero el hombre le silenció con un gesto. ––Están planeando algo.
Según la experiencia de Pete, Abdul tenía tendencia a hablar con cautela, a dramatizarlo todo. Tenía cierto aire a villano de pega, así que Pete, sin poder evitarlo, siempre estaba entretenido.
––Más nos vale estar aquí con los pájaros. Esta gente… No son del barrio––. Se inclinó susurrando. ––Son gente de tráfico––. Los años no le habían cambiado.
––¿Te refieres a que son policías?
Él se rio, resollando, con complicidad, mostrando su único diente.
–No, no la policía, nunca la policía. Gente de tráfico, drogas –– susurró con urgencia. ––Están esperando a alguien, alguien grande y peligroso. Más vale no mirar cuando esta persona viene. Desvía la cabeza, no mires.
Así que Pete miró hacia otro lado, como hacían Abdul y los otros sentados fuera. Todo el mundo miraba atentamente a los canarios. Él miró cuidadosamente por el rabillo del ojo cuando un grupo de hombres fornidos caminaron rápidamente hacia el bar.
––¿Qué es esto, Abdul? Es ridículo. No voy a desviar la mirada. No es que sea el rey ni nada de eso. ¡Abdul! Mírame, para ya––. Abdul miró alrededor despacio y sonrió avergonzadamente. ––Vale, tienes razón. Monté una película en mi cabeza, pero toda la gente aquí hace eso. No son hombres buenos.
Justo entonces un último hombre se acercó caminando hacia nosotros, hacia el bar. Era esbelto, informalmente vestido con sudadera de diseño, vaqueros, y zapatillas Nike. Al acercarse, les sonrió.
––Salaam Aleikum, la bas alek[3] ––dijo mientras se ponía la mano sobre el corazón para luego subirla a la frente, tocándosela con la palma de la mano, y luego enviando la mano a los cielos, a Alá.
––Aleikum salaam, Alhamdulillah ––respondieron al unísono, y él completó el saludo.
––Alhamdullah––. Luego entró en el café. Abdul miró a Pete con resignación y se encogió de hombros.
––Ese, amigo mío, era el hombre que no quería que vieras. Es como Shaitan, como Satanás.
––Pero ya le he visto antes ––replicó Pete. ––Tenía la más leve de las cojeras, lo cual me recuerda que fue él el hombre que saltó de aquel barco.
Mientras subían caminando la colina pasando el Zoco Chico, la noche empezó a caer y el fuerte lamento discordante de los muecines comenzó, aumentando de velocidad de un modo que recordaba a un tocadiscos de los años veinte. La calle del zoco estaba abarrotada, y la llamada a la oración no había tenido ningún efecto en la vibrante colmena de actividad. Esquivaron motocicletas y carretillas, incluso una furgoneta pequeña que, sin ningún pudor, pasaba a toda velocidad entre las tiendas, segura de que la multitud de peatones se apartaría de algún modo. Abdul solo se echó a un lado sin siquiera pensarlo mientras saludaba simultáneamente a todos los dueños de las tiendas que estaban preparados para abalanzarse sobre cada turista que pasara por allí. Pete hizo todo lo posible por evitar los intentos de Abdul de presentarle a la calle entera. Fue un alivio llegar al Zoco Grande y subir a un pequeño taxi que le llevara al Hotel Wadi al Quibir.
Abdul le estrechó la mano al otro lado de la calle del hotel. Como siempre, parecía poco dispuesto a acercarse demasiado a la entrada. ¿Le disgustaba ser visto con un extranjero? Pete tenía la teoría de que quizás se viera a sí mismo como un hombre de aspecto sospechoso. Abdul, a decir verdad, encajaba idealmente en el perfil, aunque más tarde se supo que el portero jefe era un primo lejano. Tras los salaams para todo el mundo, Pete subió a su habitación habitual: grande, luminosa, espaciosa, con una escalera metálica que bajaba a la piscina sobre la que asomaba. Era una vieja propiedad y disfrutaba del encanto de un hotel típico de la zona y época. Desde la recepción hasta un enorme salón con los muros originales, sofás, y alfombras aún intactos. Los botones iban uniformados con pantalones y camisas amarillas, con un fez rojo colocado informalmente sobre sus cabezas; era como si hubieran salido de una película ambientada en la época colonial.
Las puertas francesas del salón estaban habitualmente abiertas para que los huéspedes pudieran salir y disfrutar del fresco de la noche, sentados a sus mesas apreciando la brisa que soplaba desde la vieja piscina y los jardines, disfrutando de los aromas liberados por los jazmines. El césped y los parterres de flores eran amorosamente cuidados por un viejo jardinero que recordaba las visitas de los sultanes. Sus nietos venían a menudo a jugar en la piscina mientras Pete se tumbaba a leer sobre la hierba. Los niños eran vivarachos pero respetuosos, como lo eran la mayoría de los chavalines que conocía de vez en cuando, haciendo que fueran un placer para los oídos de Pete y algo fácil con lo que convivir.
Pete se tumbó de espaldas sobre la gran cama, sus miembros estirados en cruz, solo escuchando el zumbido de actividad de las calles de abajo. Los olores de Marruecos a madreselva y azahar le llegaban desde los jardines en la refrescante brisa nocturna. De repente se sintió excitado. Había vuelto.
Durante un día se paseó despreocupadamente por la antigua ciudad comprando baratijas, pero solo tras pasarse horas regateando los precios. Algunas veces se marchaba de una tienda, solo para volver dos horas más tarde para hacerles una oferta ligeramente más alta. Solo para hacerle saber al dependiente que no tenía prisa, que no iba a ir a ninguna parte, y que, sí, compraría, pero a un precio justo.
El dueño de una tienda, con patente insolencia en su sonrisa burlona, le dijo: ––Señor, ya no está disponible.
No le ofreció más explicación. Pete agachó la cabeza humildemente. ––Es la voluntad de Alá, démosle gracias y alabanzas.
El dueño de la tienda se quedó asombrado por la humildad del otro, tan atípica de un occidental. Frunció el ceño pensativamente, cambió la expresión de su rostro, y tartamudeó: ––Oh, lo siento mucho. Hay un error––. Le gritó palabras en árabe a un asombrado ayudante. –– Ahmed, ¿por qué me dijiste que las piedras Gnaua, las de la cuerda, habían sido vendidas, bobo?
Mirándome, dijo en francés: ––C’est pas le couteau le plus afile du tiroir[4].
Ahmed nos miraba con una expresión de total asombro en su rostro. Muchos segundos más tarde, pareció darse cuenta y entonces se apresuró a buscar y presentar unas zapatillas. El dueño de la tienda, incrédulo, empezó a chillar y a pegarle en la cabeza con las zapatillas mientras desaparecían en la trastienda.
––Perdóneme, su Excelencia ––le aduló el arrepentido y sometido Ahmed a un paciente Pete, quien ahora estaba sentado cómodamente, disfrutando de un vaso de chai nana que había aparecido milagrosamente para su disfrute mientras esperaba. ––Inshallah, las piedras estarán aquí ––gimoteó mientras hacía como si rebuscara. Cuando las piedras fueron presentadas finalmente, Pete las inspeccionó para asegurarse de que fueran las mismas que había visto antes.
El dueño de la tienda insistió: ––Sí, amigo mío, son las piedras sobre las que acordamos el precio de dos mil dírhams.
––Ofrecí cincuenta dírhams. Luego pediste mil novecientos. Dijiste que Gnaua son muy raras ahora, no como en los años sesenta. Llegados a ese punto, me marché a atender asuntos más urgentes a pesar de tus ofertas para seguir negociando el precio. Y ahora he vuelto y me
siento inclinado a pagarte cien dírhams por las piedras, aún cuando me parece un precio elevado.
––Haré algo especial para ti, amigo mío, ya que has sido visitante y amigo de la ciudad durante tantos años. Ahmed, dame las piedras. Toma, cógelas, y estas zapatillas de auténtico cuero hechas a mano para tu comodidad, y dame solo mil dírhams. Tendré una pelea con mis hermanos por esto, pero lo haré por ti.
El dueño de la tienda salió a la calle, pero Ahmed entraba y salía. Podía oírles conversar; decían algo sobre el “jamal”, su palabra para camello. Sonriendo, sabiendo que él, Pete, era el camello, casi pudo oír al dueño decir: ––Bueno, ¿el camello va a soltar la pasta o no?
En España, Pete era “el guiri” o “el pájaro”. Se puso de pie despacio. ––Muchas gracias por vuestra hospitalidad. Tengo asuntos más urgentes y debo marcharme.
––No, no, por favor. Dime tu precio final.
––No, en serio que hay personas esperándome para que firme un documento. Realmente debo marcharme.
––Vale, vale, dame quinientos dírhams.
––Te daré trescientos, incluyendo las zapatillas.
Pete hizo ademán de marcharse sin decir palabra.
––Vale, vale, dame la mano. Trescientos dírhams. Me estás arruinando.
“Bueno, el camello ha resultado ser un camello cruel, un camello duro de roer.”
Esperó en silencio a que le tendieran las piedras. Luego las zapatillas fueron presentadas con mucho encogimiento de hombros y patente resignación.
Bajó caminando por el callejón, sus nuevas adquisiciones en una bolsa negra de plástico, mientras pensaba en voz alta: ––Apuesto a que me han timado de todos modos. Probablemente podría haberles ganado la mano con cien dírhams. Apuesto a que se están frotando las manos de alegría, riéndose de buena gana el dueño con ese tal Ahmed. Aaah, Ahmed, al final todos son “jamal”.
Intentó ignorar las habilidades como conductor de Abdelkader mientras salían de Tánger, sorteando el tráfico de la hora punta temprano por la mañana. Ansioso por comenzar, iba navegando por la magia de Marruecos sin rumbo, sin un trayecto planeado. Solo viajar, ver, y parar cuando sintiera la necesidad de comer, dormir, o estar entre personas.
En un viejo y vapuleado taxi Mercedes conducido por otro de los primos de Abdul: Abdelkader. Hacia arriba, pasando California y el palacio del rey, luego atravesando los ancestrales pinos de Smillet. Allí, la vieja carretera colonial de Sidi Masmouti se une a la carretera nueva. A la derecha está el Atlántico y, cerniéndose en la distancia, la inconfundible silueta de la nostalgia del antiguo imperio: Gibraltar, la Roca. Las señales de la carretera en árabe y europeo anuncian la inminente aparición del faro de Cabo Espartel y las cuevas de Hércules.
El coche se detuvo de repente, con Abdelkader gesticulando y explicándole a Pete en árabe que el viento había sacado de la carretera un vehículo de tres ruedas, atascándose en la enorme boca de tormenta. Pete lo averiguó por sí mismo, ya que su conocimiento del dialecto local estaba bastante oxidado. Seguía prometiendo ir a clases durante un mes en Fez como signo de respeto. Se dirigió a la boca de tormenta, donde intentó ayudar al asombrado y, quizás, conmocionado conductor. Abdelkader seguía gritando, a veces por teléfono y otras veces a ellos. El conductor preguntó por qué estaba Abdelkader tan disgustado; después de todo, era él quien había sufrido el accidente. Miró a Pete directamente a la cara, arrugando la suya.
––¿Cree que quizás esté loco?
––Tal vez. Tenía mis sospechas cuando le escuché rechinar los dientes bien fuerte mientras conducía.
––¿Quién sabe? Puede que un perro le haya mordido, o a lo mejor su mujer le ha echado de casa ––se burló el hombre.
La ambulancia llegó; un vehículo muy elegante con dos médicos uniformados y muy eficientes.
––¿Por qué se está riendo?
––Quizás sea el shock ––dijo Pete.
A las afueras de Asilah, el conductor redujo la velocidad y aparcó. Cogió su alfombrilla de oración y la extendió sobre el pavimento junto al coche, concentrándose en sus oraciones. Los olores de carne cocinándose, pan recién hecho, especias, nana[5] le llegaban ocasionalmente con la brisa. Era un aroma embriagador y Pete se sintió muerto de hambre de repente. Siguió su nariz hasta un extremo de la plaza donde la gente estaba dispersa, sentada alrededor de mesas dispuestas junto a las paredes de los descuidados parterres de flores, y no en un café en particular. Un lugareño se acercó. Una de las maravillas de Marruecos es que siempre hay un guía multilingüe donde quiera que vayas. Hay que pagarles, pero la inversión merece la pena. Se materializan saliendo de entre la multitud o de los callejones por todas partes, y se pegan como sanguijuelas a sus clientes elegidos.
––Hola, yo traduciré.
Pete le ignoró.
––Compra el cordero en la carnicería. Pide que te lo piquen una vez, solo una vez, no más. ¡Ahora! Dame un euro, solo uno.
––No eres muy tímido, ¿verdad? Más rápido que un rumano tocando el acordeón. Tres acordes y ya sacan el sombrero.
Pete entró en la carnicería. El hombre tras el mostrador le ignoró, así que el nuevo amigo de Pete pidió en árabe. Pete prefirió ocultar su conocimiento del idioma.
Él le dijo a Pete: ––Un kilo he pedido, ¿vale? Y no soy rumano. Soy marroquí.
––Claro.
Más palabras en árabe, muy guturales, de sonido agresivo; pero es que todo sonaba agresivo. ––¿Va todo bien? ––preguntó Pete.
––Sí, bien. Yo le digo que eres viejo amigo, para que no nos engañe.
––¿Entonces la próxima vez que venga solo me engañará? Es bueno saberlo.
––No, no. Él recuerda tu cara. Siempre te dará lo bueno ahora. Tienes suerte. Yo te doy suerte.
Aromas y humo emanaban desde un improvisado mostrador al aire libre, tras el cual había varias bandejas llenas de ceniza y brasas ardiendo. El chef, un anciano con turbante, manejaba todas las muchas brochetas cargadas con howli[6], las cuales creaban nubes de humo y chispas cuando les daba la vuelta a las brochetas por el lado sin cocinar y las dejaba caer sobre los carbones.
––Ten cuidado. Observa sus manos para que no cambie una
carne por otra.
¿El del turbante lo entendió? De repente emitió una larga
retahíla en gutural Darija, uno de los dialectos locales de la lengua árabe, con ojos furiosos y sacudiendo un puñado de brochetas. Menos mal que estaba cocinando o ya estaría escupiendo.
––¿Qué?
––Solo está preguntando si quieres kefta. No todo el mundo quiere kefta; algunos toman kebabs. Ahora bien, una vez que tengamos nuestros pasteles kefta, podemos ir a la panadería. Por favor, no te preocupes, él está limpio y todos los gérmenes morirán en el fuego.
En la localidad de Lamalai, un antiguo fuerte español, Pete hizo que el conductor girara a la derecha, atravesando el antiguo puerto y bajando hacia la plaza española junto al mar, el zoco, y la medina. Estaba tumbado en el asiento, los kebabs y el pan bereber junto a él. Fue
mientras estaba allí en la improvisada cocina al aire libre que la culpa, la tristeza, y su resultante agotamiento habían llegado. Sin pedirlo. Como era su costumbre.
Cuando llegaron a la plaza, el conductor Abdelkader y otros que vinieron corriendo a ayudar le llevaron casi en volandas. Caminó lo mejor que pudo, y muchas manos le mantenían erguido. Siempre le impresionaba ver como la brutalidad que era tan predominante en todo momento se convertía de repente en delicadeza y amabilidad. Pero quizás fuera solo porque era un extraño, y encima extranjero. La idea cruzó su desconcertada mente y la desechó; sus demonios siempre estaban presentes. ¿Cuándo volvería a ser capaz de aceptar las cosas conforme pasaban? La amabilidad, las cosas buenas al menos. Dejar de cuestionar los porqués y los motivos. Pasó trastabillando por la medina, el grupo que le llevaba apenas evitando los puestos que vendían fruta, carne, y pescado.
––Latifa –dijo, hablando como en sueños. ––Latifa.
––Sí, sí, Latifa––. Ellos la conocían. ––Latifa, Latifa ––
coreaban y reían con tono chillón. De qué se reían, Pete no tenía ni idea.
Se detuvieron. Un revoltoso grupo de hombres sosteniendo a uno que parecía un gigante borracho entre ellos. Preguntaron en el quiosco; allí la conocían, sí. Un niño conocía su puerta, luego otros niños más empezaron a guiar al grupo, con Pete balanceándose en el centro, sin ver ni oír, solo consciente de la negra neblina, la oscuridad a través de la que podía ver, pero que era todo de lo que podía ser consciente. Los niños corrían delante y le tiraban de los brazos, mientras otros llamaban a una puerta. Y luego Latifa estaba allí y les hizo llevarle al piso de arriba.
Al cabo de un tiempo se dio cuenta de donde estaba. Ella le trajo té y le tapó con una manta. Despacio, la neblina empezó a dispersarse, la tristeza empezó a irse, pero se quedó preocupado, como siempre tras la depresión. Preocupado porque no tenía el control.
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Capítulo Dos
Malak
Pete se apoyó en la pared del pequeño salón, sosteniendo el humeante té entre sus manos, abrazando el dolor del calor contra sus dedos. El olor a menta resultaba embriagador al llevar sus labios rápidamente al borde del ardiente vaso y sorber el dulce líquido. Se encontraba en la mejor y más prominente sala de la diminuta casa. Con bancos a lo largo de todo el contorno cubiertos con telas brillantes. La única mesa, del tipo que venden a los turistas en la medina, era un bruñido plato de metal amarillo apoyado sobre una enclenque estructura de madera. La gente por esos lares se enorgullecía del tamaño, la cantidad, y el lujo de las salas de té en sus hogares. Esta era muy humilde y ella sabía que era afortunada por siquiera poseer una.
El bebé había estado gritando durante varios minutos, y el hombre realizó unos letárgicos intentos por entretenerla. Era una pequeña; lo sabía porque vestía de rosa. Todo el mundo sabe que los niños visten de azul y las niñas de rosa… ¿pero incluso allí en lo más profundo del Islam? Intentó alimentarla con un trozo de pan del tipo bereber, arrancando un pedazo de la gran hogaza redonda. Pero la niña gritó aún más fuerte, así que se rindió. Ella tenía la cara roja. Pensó que quizás le parecía un monstruo a la pequeña. Si gritara un poco más, los vecinos acudirían corriendo a lincharle.
La mujer cogió a la bebé y, atándose un gran pañuelo a la cabeza
puso dentro a la niña, suspendiéndola tumbadita en su envoltura como si fuera una hamaca. Los gritos pararon y se convirtieron en gorjeos de risa. El hombre no sintió nada, sin embargo; los gritos de la niña no le conmovían, no le irritaban, y se sentía en paz. Conocía a la mujer y confiaba en ella; era amable y tenía buenas intenciones, su casa estaba impecablemente limpia, aunque era fría y tenía corrientes de aire, pero un fuego solitario proporcionaba algo de calor y alegría a la habitación.
Mientras ella cocinaba en su minúscula cocina de un solo quemador sobre una histórica hornilla de gas, y el bebé seguía balanceándose desde su cabeza, hablaba sin cesar en su propio dialecto español. El hombre la ignoró; probablemente le estaba hablando a la bebé. No entendía nada de lo que ella decía, nunca la había entendido. Ella no había cambiado, comunicándose con él cuando era necesario por medio de gestos, tirones, o empujones.
La mujer había sido su amiga durante años, desde que él ahuyentara al hombre que la estaba molestando en Tánger y se la llevara a su piso. Ella había estado cargando con una pequeña maleta destartalada, así que supo instintivamente que no tenía ningún sitio a donde ir. Su nombre era Latifa, y se convirtió en su esclava voluntaria en su hogar durante los varios meses que él había vivido allí. Desde que amanecía hasta que se ponía el sol, ella cocinaba, limpiaba, disponía, y le seguía por toda la casa. Él dejaba dírhams sobre la mesa de la cocina y, después de almorzar, el cambio y las facturas aparecían allí, esperando a que él las comprobara. Nunca lo hizo. Nunca le importó. Entonces un día él se marchó, dejándola con algo de dinero y entre amigos. Ella estaba rota, él nunca había yacido con ella, nunca la había deseado, y ella nunca había sido para él más que una chica que necesitaba un amigo. A lo largo de los años, él siempre le había enviado dinero desde donde quiera que estuviese, y ella siempre le hacía saber dónde estaba ella.
El hombre se llamaba Pete. Anhelaba estar en la selva o en un desierto, sobreviviendo del modo que se le daba tan bien, pero la soledad habría caído pesadamente sobre él y habría necesitado a alguien cuando la oscuridad descendiera. No quería mucho, solo una mujer de las que siempre había amado. Extrañamente, solo había amado a mujeres rusas. Estaba hecho para amar y cuidar de una mujer, perteneciendo a una especie tradicional de hombre que no sentía deseos de ir con los tiempos, aunque era muy consciente de que habían cambiado y que algún día necesitaría seguir adelante.
A lo largo de los años había llegado al conocimiento de que el extraño, el que no encajaba, era él mismo. Pete no conseguía adaptarse a la nueva mujer occidental y a sus manías, a su arrogancia, a sus rasgos masculinos. Llegó a ver que en España, la otrora pisoteada María española estaba ejerciendo una largamente esperada venganza sobre su homólogo masculino tras años de abusos impartidos por sus infieles, y a menudo crueles, manos. Pete, un forastero, hijo de una cultura más evolucionada y estructurada, con sus ideales de juego limpio y buenos modales, los cuales practicaba como su código moral, se quedó asombrado al descubrir que su compañera española había llegado a odiarle simplemente por el hecho de ser un hombre. La observó confundido mientras se daba cuenta de que los hombres se habían convertido en una especie de presa para ella y sus iguales.
Se acabaron los días de cortejo pasivo. Ahora ellas, las mujeres, eran las depredadoras. Ellas seleccionaban. Ellas destruían egos y espíritus. Concluyó que, por supuesto, todo eso había sido diseñado y se vería seguido de una era en la que se derribarían todas las barreras y tabús erigidos concienzudamente por nuestros antepasados para la protección de nuestras sociedades. Hasta el punto de que la humanidad en el mundo occidental estuviera finalmente subyugada a las voluntades de los súper cerebros insensibles que dirigían los gigantes consumidores. Pete podía ver todo eso; no hacía falta ser un genio. Pero a él le parecía que la mayoría de la gente en occidente estaba ciega o hipnotizada por lo que estaba pasando.
Ella tiró de su brazo y él abrió los ojos, sintiéndose adormilado. La fuente de barro estaba lleno hasta el borde con sémola cocida con cordero tierno, verduras, y garbanzos. Ella le dio una cuchara y él empezó a comer directamente del plato, como era costumbre en Marruecos. La bebé estaba sobre el suelo alfombrado con una niña de unos cinco o seis años, y que debía haber entrado en la casa mientras él dormía. Mientras comía, advirtió las hermosas facciones de la niña y su largo cabello espeso. A pesar de ir vestida con harapos sucios, de que su rostro estuviera manchado, y que tuviera las manos negras, la niña era preciosa. Ella echó un vistazo a la comida, aún asistiendo a la bebé, y aunque desvió la mirada, sus ojos volvieron a pasearse por el sobrecargado plato. Luego sacó barbilla bruscamente como un gesto interno de autocorrección para mirar a otro lado. Pete pensó que la pobre corderilla estaba muerta de hambre, pero era una orgullosa e increíble golfilla de cinco años con muchas agallas.
––¿Cómo se llama? ––preguntó él, señalando a la niña.
––Malak ––replicó Latifa. ––Su madre trabaja, así que ella y su hermana se pasan todo el día en la calle.
––¿Y qué problema hay con el colegio?
––No tienen dinero.
Ella le dijo algo sobre él a la niña, quien se giró y miró a Pete. Sus dientes eran blancos y perfectos. Su sonrisa era totalmente inesperada en un rostro cuya absoluta falta de expresión debía haber sido la única arma de la niña contra la maldad y la negligencia que se sucedían a su alrededor, y que ella sabía por instinto estaba muy, pero que muy mal.
––Dale cuscús.
––No, ella tomará lo que nos sobre.
Así que él se dirigió hacia la otra habitación para coger un plato y un tenedor. Sirvió un buen montón de sémola en el gran plato y lo colocó delante de la niña, quien se lanzó sobre la comida como un lobezno, usando las manos para devorarla ansiosamente. Él le dio pan y una Coca-Cola.
––¡Malak! ––dijo él bien alto, y ella levantó la mirada pero continuó comiendo. ––Dile que pare.
Latifa, su amiga, le habló bruscamente a la niña, quien paró y miró a Pete. ––Dice que lo siente.
––No tiene nada por lo que disculparse. Solo dile que me haría
feliz si usara el tenedor.
Latifa habló con ella y la pequeña la escuchó atenta y humildemente. Luego se rio, una risotada de sentida alegría, mirándole. Pete, pillado por sorpresa, le devolvió la sonrisa sin poder evitarlo. Ella comió el resto de la comida con el cubierto, experimentando algo de dificultad. Mientras comía seguía mirando a Pete en ocasion, riéndose con suavidad. El hombre estaba embelesado con la niña. Su belleza, sabiduría, y orgullo eran increíbles en una pequeña que vivía en las más abyecta pobreza, Y, por supuesto, se daba cuenta de que la niña, de algún modo, era consciente de su poder como futura mujer, de su encanto y belleza, y sabría cómo usarlos llegado el momento oportuno. Pete pensaba que ella sabía por instinto, por intuición, que él era el tipo de hombre que amaba a los niños y consideraba sagrado su derecho a ser niños. Por supuesto, también cabía la posibilidad de que ella simplemente creyera que los forasteros eran la orilla más verde de su río particular.
––Latifa, la niña está asquerosa. Probablemente también esté llena de piojos y pulgas ––musitó.
––Viven en una cueva, su madre gana dinero para comer, solo cien euros al mes, y ahora el padre ha vuelto a dejarla embarazada.
Pete metió la cabeza entre sus manos. En realidad no podía ayudar; solo podía endulzarle el momento a la niña y, aún más, endulzárselo a sí mismo. Ya no era capaz de hacerse cargo de los problemas de los demás, ya que no hacía mucho que había vuelto de las puertas de la muerte; se sentía débil física y emocionalmente, y todos sus asuntos eran un desastre.
––Mientras duermo, llévala al Hamman. Toma unos dírhams para que la laven bien y le corten el pelo. Oh, y cómprale un vestido y ropa interior. No, mejor dos vestidos y varios paquetes de bragas.
––¿Y su hermana Murdiyyah? Ella también está sucia y tiene once años.
Él sabía lo que se le venía encima. Latifa tenía buen corazón y, para ella, Pete era rico como todos los forasteros. Cada vez que Pete había querido ayudar a Latifa con algunas de las personas que ella a menudo protegía bajo su empobrecida ala, siempre se convertía en una historia interminable. Él se preguntaba si la realidad era que la gente, al ver que ella era un alma amable, a menudo confundía amabilidad con estupidez y le tomaban el pelo. Pero entonces ella le gritaba por su precaución, por su desconfianza.
––¿No lo ves? ¿No lo entiendes? Alá. Alá lo ve todo.
Él terminó por darse cuenta de que, para una persona desfavorecida en un país sin seguridad social, la vida, la mera supervivencia, era una lucha continua, y sin las Latifa de este mundo perecerían muchos más de los que ya lo hacían.
––Sí, llévatela a ella también ––dijo haciendo una mueca. ––Y por favor déjame dormir ahora.
Se despertó con el sonido de los niños jugando en la calle. Pensó en cómo era posible que la gente, que los seres humanos, pudieran meterse en guerras cuando sabían que había niños jugando en las mismas calles y plazoletas sobre las que descargaban su orientada destrucción. Había escuchado a niños de catorce o quince años hablar en una plaza junto al puerto cuando estuvo en la ciudad. Eran solo niños, y extrañamente estaban mezclados: golfillos y chicos bien vestidos que hablaban maravillosamente bien; todos parecían estar juntos. Predicaban paz y amor contra el mal uso de la tecnología.
Mucha gente se había sentado a escucharles, y Pete se sentó con ellos, fascinado, preguntándose quiénes eran. Había niños de todas las edades, algunos de ellos vagabundos sin hogar. Entonces llegaron unos policías uniformados corriendo y los niños salieron huyendo. Un hombre, presumiblemente un agente de paisano, había cogido por el tobillo a uno de los oradores. Estaba justo al lado de donde Pete estaba sentado. El chico, de unos catorce o quince años, se esforzaba por escapar y gritaba; el hombre le daba puñetazos con saña, intentando al parecer golpearle en la tierna zona entre sus piernas. Pete le dio una patada desde atrás, apuntando al mismo sitio donde el hombre estaba intentando lisiar al chaval. Aulló y se dobló de dolor, liberando inmediatamente al chico. El joven se giró tras pensarlo por un momento, sonrió agradecido y animó a Pete a huir con él, pero Pete estaba cansado, así que bajó rápidamente algunos escalones y se mezcló con el entorno como hacía siempre. Eso había ocurrido ayer o anteayer, pero seguía acordándose de los niños y sonreía para sí cuando lo hacía.
Pero ahora también podía oír el mar rompiendo contra las rocas justo debajo de la Kasbah, el sonido llegándole a través del alto ventanuco en la habitación. Podía distinguir el salitre en el aire y el olor a pescado, así que salió de la casa y bajó caminando hacia donde acababan de llegar los barcos pesqueros, donde los pescadores estaban vendiendo sus capturas. Todavía hacía sol, pero una bruma marina había descendido sobre el puerto y la zona de la playa, dándole un aire de misterio, como de lugar encantado. La magia se vio rota por los marroquíes que regateaban mientras realizaban sus transacciones comerciales. El pescado se vendía bien, especialmente las piezas grandes. Mientras se paseaba por allí, los hombres le gritaban en árabe o en español, y sacudían peces, pulpos, y redes llenas de gambas delante de su cara. Pete sonreía y les daba las gracias negando con la cabeza. Si Latifa hubiera estado allí, habrían comprado dos o tres buenas piezas de pescado para llevarlas a casa. Lenguado, o quizás mero. Lenguado cocinado a la brasa, o un rape entero, o mero, el inevitable mero español. La vida no era tan mala y ahora él volvía a tener hambre.
Vio a una familia llegar para comprar pescado. Era una mujer con dos niñas y un bebé en brazos. Conforme se acercaban, vio que era Latifa. Entonces las dos niñas se acercaron a él sonriendo. Se sentía confuso, asombrado. Las hermosas niñas llevaban el cabello cubierto con pañuelos de seda al modo marcado por su larga tradición. Se quedó sorprendido cuando la niña mayor le besó en ambas mejillas. Entonces, solo entonces, se percató de quienes eran, y Malak corrió hacia él, lanzándole los brazos al cuello para darle un beso en la mejilla. Pete la sujetó a la distancia de su brazo. Se sentía bastante emocionado, con un nudo en la garganta. Imaginó estar con su familia: su mujer, su bebé, y sus dos hermosas hijas. Todos los pescadores les estaban mirando, sonriendo y riendo mientras decían “schuina schuina”. Sí que eran hermosas. Pete miró a la niña pequeña.
––Eres preciosa, Malak, tan encantadora.
Ella no le entendía, pero sabía lo que había dicho y corrió hacia Latifa, sintiéndose tímida de repente. Latifa tomó a Pete del brazo y señaló: ––¿Pescado?
Pete asintió, así que empezó el regateo mientras él miraba alrededor. Vio a Murdiyyah, la niña mayor, quien se había hecho cargo de la bebé, y le sonrió.
––Hola, Murdiyyah.
––Hola.
Murdiyyah le devolvió la sonrisa. Mientras ella y Malak jugaban con la pequeña bebé, Pete se sintió pleno y feliz. Pensaba que no se merecía todo eso. Pero, ¿por qué no? Simplemente porque no podía soportarlo. No, idiota, sí que podrías si hicieras lo que te dijo el loquero y te tomaras las pastillas. Luego pensó si habría algún modo de que se lo mereciera. No es nada, solo un par de niñas. Me metí la mano en el bolsillo para arreglarlas durante unos días y ahora siento que son mías. Pero son mías, tanto como de cualquier otro; son mías para quererlas desde lejos. Vamos a ver, si llegara la hora de la verdad, no me importaría morir por ellas si eso las mantuviera a salvo y felices. Me encargaría de haber significado algo para alguien. Me siento mejor ahora de lo que me he sentido en mucho tiempo. De hecho, ya estás endulzando estos momentos para mí, pequeña. Veré hasta donde puedo llegar para mejorar la situación de los tuyos ante la enormidad de las cosas que se acumulan en mi cabeza antes de que todo empiece a ahogarme de nuevo.
Pasaron algunos hombres. Uno se detuvo a comprar pescado. Otro hombre detrás suya le indicó qué comprar. A Pete le pareció extraño. Estaban todos bien vestidos, eran grandes, y hablaban calladamente. El que había decidido qué pescado comprar estaba en el centro, como si los demás le estuvieran protegiendo. Les miró mientras se dirigían hacia un restaurante, donde presumiblemente les cocinarían el pescado. Caminaron como un solo hombre alrededor del que tomaba las decisiones, pero por un breve instante se separaron para entrar en el edificio y Pete pudo ver al hombre de las decisiones. Pete sonrió al notar la manera de caminar del hombre; cojeaba del modo más leve.
[1] Nota.: Buen provecho.
[2] Nota. El té de menta tradicional de Marruecos.
[3] 3 Nota.: Saludo tradicional árabe.
[4] N.: “No es el cuchillo más afilado del cajón”. En referencia a que el ayudante no es muy espabilado.
[5] N.: Nana es menta.
[6] N. de la T.: Howli significa cordero.
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